La otra cara del emprendedor cubano.

Capítulo 11

Hasta ahora

Maikol nació en una Cuba distinta. No perfecta, pero sí viva. En aquellos años, el país aún respiraba un aire de comunidad. Las calles eran más limpias, la gente más alegre, y aunque no abundaban los lujos, había tranquilidad. Él creció en un barrio donde los vecinos se saludaban con cariño, se prestaban el azúcar, y la vida parecía una rueda que, aunque chirriaba a veces, giraba sin parar.

Su casa era humilde, pero acogedora. Tenía paredes bien pintadas, su ventana con rejas decoradas, y un pequeño jardín donde su madre sembraba albahaca y plantas comunes pero bellas. La sala tenía un sillón de madera tapizado que chirriaba al sentarse, y una radio que sonaba casi todo el día. Allí pasaron muchos domingos en familia, comiendo arroz congrí, plátano frito y a veces pollo ,pero era más común el cerdo .

La infancia de Maikol fue feliz. Jugaba pelota en la calle con sus amigos, pescaba con latas amarradas a sogas, y se tiraba en chancletas a correr bajo la lluvia. Recuerda aún el olor de las meriendas escolares, el pan con jaminada ,el yogurt de fresa o de coco , y los caramelos de guayaba que repartía la maestra en los cumpleaños.

La escuela era de verdad un segundo hogar. Tenía sus libros, su uniforme limpio, y un maestro que lo inspiraba a soñar. Siempre fue un niño observador, algo callado, pero muy despierto. Le gustaba escuchar más que hablar, y se pasaba horas mirando el cielo desde la azotea, pensando en lo que había más allá del mar.

Con el tiempo, las cosas empezaron a cambiar. Cuba se fue apagando poco a poco. Llegaron los apagones, las colas, las carencias. La isla dejó de brillar como antes. Pero Maikol ya estaba creciendo, con sus ideas propias, con un corazón inquieto y una mirada fija en el futuro.

Fue entonces cuando conoció a ella, su gran amor. No fue una historia de película, pero sí una verdadera. Ella lo entendía. Sabía cuándo hablarle y cuándo abrazarlo. Juntos empezaron a soñar con una vida mejor. Se casaron con ilusión, sin lujos, pero con la certeza de que el amor los haría fuertes.

Luego vino la convivencia con los suegros, que al principio fue una solución y luego un reto. El suegro era tranquilo, pasivo, el tipo de hombre que prefería el silencio pero a veces muy ruidoso . La suegra, en cambio, era una mujer exigente, rígida, y con poco espacio para Maikol en su mundo. Las tensiones se notaban. Él se sentía a veces un intruso, un visitante incómodo en su propio hogar. Pero aguantó y con el tiempo fue una linda familia .Había amor, había necesidad,había esperanza.

La situación económica fue cayendo más rápido que los precios subiendo. Llegó la COVID-19, y con ella, el encierro, el miedo, la escasez. Fue una época durísima. Maikol, como muchos, sufrió . Cuando acabó la COVID y ya en casa de los suegros empezó a vender lo que aparecía. Un poco de comida, artículos personales, medicinas que lograba conseguir. Y así, sin darse cuenta, nació un emprendedor callejero.

En medio del caos, llegó a su vida una perrito: Hachiko . Chiquito, jugueton, con una energía que curaba heridas invisibles. Hachiko se convirtió en su compañía más fiel, su alegría, su refugio. Junto a su esposa y Hachiko , formaron una pequeña familia de tres luchadores.

También se afianzó su amistad con su mejor amigo que llegó a reconocer , un hermano de vida que estuvo en las buenas y en las malas. Juntos hicieron negocios, se apoyaron y se rieron a pesar de la crisis. El Pablo .

Con el tiempo, Maikol se fue ganando su espacio en la calle. Su forma honesta de vender, su trato con la gente, su constancia, lo hicieron conocido. La gente lo buscaba por su puntualidad, por su sinceridad, y por su calidad. No había trampa en él. Vendía lo que podía, pero lo vendía bien.

Pasó por momentos difíciles. Algunas broncas con vecinos, gente envidiosa, malintencionada, que no soportaban ver a alguien avanzar. Pero también hubo alianzas buenas, como la de Pablo, un hombre grande de cuerpo y de corazón. Temía a Dios, ayudaba a los demás, y le prestó sus pesas para que Maikol pudiera empezar a vender viandas por libra. Gracias a Pablo, su negocio tomó un nuevo rumbo.

Maikol también conoció Calle 13, el corazón oscuro del mercado callejero. Un lugar donde la legalidad no existía, pero la necesidad lo justificaba todo. Drogadictos, enfermos, viejos, niños… todos buscando o vendiendo algo. Antibióticos, leche, cigarros, raticidas, espaguetis. Lo que no aparecía en ninguna tienda, estaba ahí. Calle 13 era cruda, pero real. Y ahí, Maikol vendió, aprendió, y sobrevivió.

Y entonces apareció Pelusa, un tipo peligroso, vendedor de químicos y medicinas robadas. Pelusa vio en Maikol una oportunidad y quiso meterlo en el negocio. Al principio, Maikol dudó, pero la necesidad apretaba. Una noche, Pelusa le ofreció una última oportunidad: él ponía el dinero, bajaba el precio de la mercancía, y le daba a Pelusa solo el 10% de la ganancia. Maikol aceptó.

Ahí comenzó una etapa más turbia. Tuvo que viajar a Las Tunas, entregar dinero, recoger mercancía, cumplir horarios. Pero lo que no esperaba era encontrarse allí con el jefe superior de Pelusa… un viejo amigo: Manuel. Aquel encuentro fue impactante. La vida les había puesto caminos distintos, pero se volvieron a cruzar. La mirada que intercambiaron fue breve, pero lo dijo todo.

Maikol se dio cuenta entonces de hasta dónde había llegado. No era un simple vendedor. Ya estaba metido en un sistema más grande, con reglas que no se escribían y castigos que no se perdonaban.

Y sin embargo, seguía luchando.

Hasta ahora, Maikol había vivido una vida de contrastes. Una infancia luminosa, una juventud llena de golpes, un presente complejo. Pero a pesar de todo, no había perdido su esencia: la del niño soñador, el joven valiente, el adulto resiliente.

Había amado, perdido, reído, llorado. Había vivido cosas que lo marcaron. Cada capítulo, cada personaje, cada calle, cada amanecer sin corriente y cada día sin comida, formaban parte de su historia.



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En el texto hay: vida en cuba /crítica social

Editado: 02.08.2025

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