Aquel día empezó como cualquier otro. Maikol había salido temprano, mochila al hombro, con sus pomitos llenos, los productos escondidos entre la ropa, y la mente haciendo cálculos para que todo le alcanzara. La calle estaba caliente, como siempre, y el sol rajaba los techos de zinc.
Pero algo estaba diferente. Desde la esquina del parque Calixto, vio a un hombre parado, vestido con un pantalón negro y una camisa blanca impecable, como recién salida de una tintorería. Llevaba lentes oscuros y un maletín que no parecía de este país. Maikol lo notó porque ese tipo de persona no era común allí, en el lugar donde todo el mundo vestía como podía, y nadie andaba con lujo.
—Eh, chama —dijo el tipo cuando Maikol pasó por su lado—. ¿Tú eres el que vende “eso”?
Maikol se quedó tieso. Lo miró de arriba abajo. La gente así no hablaba con él. O eran policía... o eran locos.
—Depende —respondió con cautela—. ¿Quién pregunta?
El hombre sonrió. Se quitó los lentes, revelando unos ojos claros, casi grises. Tenía una cicatriz leve en la ceja izquierda. Y una presencia que imponía.
—Yo no soy nadie, Maikol. Solo un cliente... o tal vez algo más.
El corazón de Maikol dio un salto. ¿Cómo sabía su nombre? ¿Quién era ese hombre?
—Mira —dijo Maikol, dando un paso atrás—. Si esto es una trampa o algo...
—Tranquilo, tranquilo —lo interrumpió el hombre, alzando las manos—. No soy policía. Vengo de parte de alguien que tú conoces. Alguien que te aprecia. ¿Te suena el nombre de Manuel?
Maikol se quedó frío. Claro que le sonaba. Manuel. El viejo amigo. El que lo había mirado aquella vez en Las Tunas. El que estaba en el otro nivel del negocio.
—¿Y qué quiere él ahora?
—Quiere verte. Quiere proponerte algo. Dice que tú no eres como los demás. Que tienes cabeza, Maikol. Y que ya es hora de dejar de vender en las esquinas.
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Aquel mismo día, a las siete de la noche, Maikol subió a un carro negro con vidrios oscuros que lo recogió cerca del estadio. No sabía a dónde lo llevaban. Tenía miedo, claro. Pero también curiosidad. Porque si había algo que nunca le faltó a Maikol, era coraje.
El carro recorrió media ciudad, cruzó por zonas que ni él conocía bien, hasta llegar a una casa enorme, con un portón eléctrico y dos perros grandes en el patio. Allí lo estaba esperando Manuel. Más elegante que antes, con una copa de vino en la mano y una sonrisa que no dejaba ver sus verdaderas intenciones.
—Mi hermano —dijo Manuel, abrazándolo—. Sabía que ibas a venir. Siéntate, que tenemos mucho de qué hablar.
La conversación fue larga. Densa. Manuel no estaba jugando. Le ofreció a Maikol un puesto fijo en su red. Le mostró documentos, ganancias, rutas de distribución, hasta contactos fuera del país. Pero no todo era bonito: el precio era alto. Lealtad absoluta. Silencio eterno. Y estar dispuesto a hacer cosas que antes ni se imaginaba.
Maikol no respondió esa noche. Pidió tiempo. Manuel se lo concedió.
—Piénsalo bien, hermano —le dijo al despedirse—. Aquí hay dos caminos: o sigues siendo un vendedor de pomitos más, corriendo de la policía, sobreviviendo... o te conviertes en alguien que realmente manda.
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Esa noche, Maikol no durmió. Pensó en su esposa, en su madre, en Hachiko. Pensó en los días en que no tenía ni para un pan con croqueta,días que iban retomar pues había que ahorrar para salir . Pensó en lo lejos que había llegado... pero también en lo mucho que podría perder.
Y entonces pasó algo inesperado. A las tres de la mañana, tocaron la puerta de su casa.
Maikol, sobresaltado, agarró un cuchillo de la cocina y se acercó en silencio. Desde la mirilla, vio una silueta pequeña. Dudó. Abrió.
Era una muchachita de unos quince años, flaca, sucia, con una mochila vieja y los ojos llenos de lágrimas.
—¿Tú eres Maikol? —preguntó.
—Sí... ¿qué pasó?
La niña abrió la mochila. Adentro, envuelto en una toalla, había un bebé.
—Manuel... Manuel mató a mi hermana. Ellla rompió en llanto ,después una pausa. Yo me escapé... pero no tengo a dónde ir. Él me va a buscar. Tienes que ayudarme, tu eres diferente. Por favor... ayúdame.
Y ahí, en medio del silencio, mientras las luces de la ciudad parpadeaban por los apagones,
detras de un árbol salta Pelusa con un celular en la mano y diciendo -- jajaja caíste ,pusiste una cara de bobo -- a lo cual Maikol entendió que el juego era mucho más grande de lo que pensaba,pues si ,era una broma de mal gusto . Y que no se trataba solo de dinero, ni de poder... sino de sobrevivir sin perderse a sí mismo .Cerro a la puerta furioso y diciéndose a sí mismo. ESTOS TIPOS ESTAN LOCOS .