Esta historia trata de vínculos…
No sé por qué las amistades sin razón alguna a veces terminan, concluyen sin tener tan sólo un motivo. Actúan como piezas que en apariencia encajan justo, pero al momento de unirse, descubrís que nada encastra, que se desgastan antes de ser siquiera usadas. Sólo dejaron de frecuentarse dos partes y ya está hecho. No hace falta ningún pretexto. No hay lugar para las excusas. Simplemente habita una sensación de vacío, la ilusión de aquello que pudo haber sido y que por un motivo u otro terminó no siendo.
Aclaro, que no busco ni quiero con esto que me salgan con la respuesta previsible de que “Seguramente esa amistad no era verdadera”… Porque estoy planteando otra cosa. Algo mucho más profundo; que para desentramar es fundamental ser capaces de amarrar las fibras de la propia interioridad y así tejer aquellas historias que inconclusas piden ser leídas. Porque esos filamentos vibran y es preciso saberlos escuchar.
En este momento estoy trayendo a colación esas amistades que comienzan con total intensidad y que por un extraño motivo (desconocido por nosotros), terminan no efectuándose o nos conducen simplemente a preguntarnos por qué aquello que prometía ser perfecto, logró escurrirse entre lo tangible o más sencillo aún, decidió no proliferar jamás.
Admito que me esfuerzo por entender y reconozco que de lo único que me encuentro seguro en estos casos es que siempre existe una explicación, más allá de que uno la devele o le siga dando vueltas en el intento por descifrar esa verdad. Siempre hay un por qué detrás de cada acto. Por lo menos en esta historia una de las partes supo muy bien la razón que llevó a que ese lazo se desprendiera o se cortase abruptamente.
Sin lugar a dudas el dilema se encuentra en no conocer qué es lo que ocurre en la intimidad del otro; pero para despejar dicha controversia, tenés que comenzar a desentramar la verdadera historia. Esa historia que encierra las fibras secretas de un interior dañado y desdeñado.
Me pasó en una oportunidad, en el exacto momento en que transitaba mi infancia, sentir que había encontrado mi otra parte, el complemento perfecto. Para ser sincero, cómo se fue dando todo, comenzaba a tornarse mágico e incluso espontáneo.
Una tarde de verano mi madre había organizado en casa, una reunión de venta de cosméticos ya que transitoriamente había obtenido un trabajo y en esa oportunidad ella recientemente había conseguido ser una de las promotoras. De por cierto existía cierta clientela fija que asistió al evento organizado en mi hogar. Se imaginarán que para mí, y a esa edad, esto resultaba ser el bodrio más grande que podría ocurrirme. No sólo por el desfile que poco a poco iba apropiándose de mi casa, sino por la invasión de todos los espacios y rincones que me pertenecían. Con ello me refiero también al cotorrerío típico que tenía por objetivo avasallar la tranquilidad propia de casa.
Ya cuando estaba a punto de resignarme a sobrellevar de la forma en que pudiese, dicho evento, el cual rogaba que no se tornara justamente eventual; fue cuando por la puerta del garaje abierta, apareció de sopetón, una mujer que traía consigo pinta de haber corrido por lo menos unas cinco cuadras seguidas. Era evidente que en el afán de llegar a tiempo, necesitaba perseguir o alcanzar esa tardanza que se lo impedía. Su respirar acelerado y estampa desalineada daban prueba de ello. Si no me hubiese enterado más tarde a qué se debía su apuro, habría pensado -como cualquiera de los presentes- que se encontraba desesperada por retocarse de pies a cabeza y retirarse siendo la antítesis de quien se exhibía de esa manera. Detrás de ella, casi imperceptible, surgió un muchachito igual de agitado, el cual –según mi parecer- se vio sometido a sumergirse en la misma maratón que su madre traía consigo. Alguna vez me había pasado lo mismo y realmente creía que los chicos aún no estábamos habituados de tomarnos la vida de forma tan acelerada como para tener que correr de semejante forma, un tiempo tan corto y exigido en distancia. Después la vida por lo visto poco a poco te va llevando a eso. Casi sin saberlo te sumerge en su estrés de estar apresurado por todo, te instala la manía de ganarle a las horas quietas y correr entre la multitud para obtener vaya uno a saber qué… Pero para entonces, esto resultaba inaceptable en nosotros.
Mi madre se me acercó y me pidió que lo invitara al patio de casa a jugar, así no se aburría. ¡¡¡Esa idea fue perfecta!!! Creo que esos pequeños motivos son los que siempre han provocado en mí un divergente pasaje de odio y amor hacia ella. Así como en un comienzo me sentía abrumado y poco considerado por el gran circo que fue montado en casa, minutos más tarde, yo, ya era parte de esa función, e incluso funcional; pero ahora, desde el disfrute. Quizá en un primer momento me parecía a aquellos animales a los que se intentan domesticar y se sienten encerrados y no descubren más que obstáculos y barrotes; pero que luego de tanto sometimiento, también comprueban que hay alguien que los alimenta, acaricia e incluso que si responden a ciertas conductas, hasta son capaces de generar un vínculo de entendimiento tal con quienes realizan las acrobacias, que pocos podrían describir.