Ya casi termino de hacer la maleta. Una oleada de paz se apodera de mí. Estoy segura de lo que estoy haciendo, sé que es lo mejor. Aunque, probablemente, pensarás que es absurdo. Solo tengo 18 y no sé nada de la vida. Eso es lo que piensa mi madre, quien me lo ha repetido una y otra vez. Ella está sentada en la sala, esperando mi salida de casa. Creo que no quiere que me vaya, pero se muestra indiferente. No sé qué pensar. Posee esa expresión que, desconocida, es indescifrable para mí.
No importa. No puedo prestarle atención. He aprendido en este último año más de lo que ellos pudieron enseñarme en toda una vida. Hablo de ellos, mis padres. Uno no los escoge, ¿verdad? Realmente fui estúpida si lo hice. Se supone que los padres deben enseñar la vida como un paraíso y no el infierno que parece ser, aunque ellos lo han convertido en algo peor. Y sé que al tomar las pocas cosas que tengo y guardarlas en esta maleta que estoy cerrando, es una locura. No obstante, sé que estaré bien. ¿Por qué? Simplemente, porque estoy escapando a mi encuentro con la felicidad. No sé lo que me espera en el camino, tal vez me equivoque; pero estoy dispuesta equivocarme, estoy dispuesta a fracasar, estoy dispuesta a ser feliz con mis decisiones sin tener que aparentar. Estoy dispuesta a ser un ser completamente libre. Ya no tengo miedo.
Me prohíbo tener miedo. No puedo aceptar que, en pleno siglo XXI, no pueda levantar la voz sin ser condenada. Tal vez, no lo creas; pero todavía existen lugares donde, chicas como yo, no podemos quejarnos de un simple malestar. Decepción, tristeza y sufrimiento es lo único que me han causado. Puede que yo también les haga el mismo daño y más porque he renunciado a ser la princesa que han creado ante la sociedad, principalmente en la comunidad a donde mi padre pertenece. Soy una deshonra, es lo que dice cada vez que intento opinar; aunque siempre obedecí a su dictadura. Sabes lo que duele comprender, que eres una mercancía en venta y aún peor, saber que el comprador es un patán, descarado y sin vergüenza; que solo le importa él mismo. No entiendo cómo puede seguir siendo el mejor amigo de mi hermano con todo el mal que me ha causado.
Y mi hermano, Aarón, no es tan malo como papá; pero tampoco es que sea capaz de enfrentarle. Sin embargo, su actitud indiferente y descuidada abrió la puerta de mi jaula para traerme al día de hoy, 27 de agosto, cuando declaro mi libertad.
Coloco la maleta en el piso y revivo la escena cuando mi hermano rompió la pared que nos divide de nuestros vecinos. Él iba a arreglar una tubería de aguas blancas que pasa por debajo. La arregló, pero tardó en hacerlo por complicaciones técnicas. Y como tiene la costumbre de dejar todo a medias, la pared duró rota alrededor de cuatro meses. Eso ocurrió a mediado del verano pasado. Y para que Mancha, mi perra dálmata, no cruzara al otro lado, colocó malla entre los bordes. Respecto a los vecinos no se quejaron. No sé si por ser pacifistas o por miedo a mi padre. Pues, desde que mi padre se enteró lo que sucedía en esa casa, se ha convertido en su mayor enemigo.
Con todo, las casas no son tan diferentes. He vivido en este conjunto residencial desde que era una niña, y la mayoría de las fachadas son idénticas, aunque los patios traseros no tanto. El de ellos lucía cómodo y elegante a diferencia del nuestro que era tan semejante a un basurero. O sea, cómo no puedo llamarlo basurero si son los cachivaches metálicos que provienen de la carrocería defectuosa de mi padre y su intento absurdo por arreglarlo en casa cuando tiene todo un personal especializado en su fábrica automotriz.
Suelto un amplio suspiro antes de proceder a salir de mi habitación. Me detengo debajo del marco de la puerta que da hacia el salón. Mi casa es de una planta y todas sus áreas se conecta con el pasillo central que empieza en la puerta principal y termina en la trasera. Las habitaciones están a los lados de esta. Detallo a mi madre sentada en el sofá, mira por la ventana con la mirada perdida. Al parecer no ha notado mi salida del cuarto. Su expresión no se inmuta. Camino hacia la puerta trasera, me dirijo al patio. Noto que hay nuevos escombros que no había detallado días atrás. Busco la pared, está reparada.
—Ya pasó un año—digo—. Mi tesoro no iba a quedarse rota para siempre.
Un sentimiento nostálgico crece en mí mientras me aproximo a esos grises bloques. Rozo cada centímetro con las yemas de mis dedos, están fríos. Cierro mis ojos y lo siento más intensamente. La oscuridad aparecer y me inunda de recuerdos de aquel día.
Fue un impulso, solo un impulso que me guío hasta el patio. Un deseo justificado por una limpieza repentina debido al aburrimiento en casa. Además, mamá estaba cansada y papá y Aarón no había llegado para ayudar. Así que procedí a acomodar su desorden. Ordené las que pude levantar, pero los otro la puse en una mejor posición. Y entre tanto ajetreo, alce mis ojos hacia el otro lado de la pared y allí, sentado con su celular no tan inteligente en su mano, estaba él. El ser más vulgar, despiadado y amoral del planeta. ¿Llevarnos bien? ¡Eso jamás! Él me odiaba y claro, me lo hacía saber. El sentimiento era recíproco. Pocas veces, yo frecuentaba a los chicos del barrio cuando él encontraba. Era seguro, habría una disputa garantizada. Tal vez, porque somos como el agua y el aceite. Me hastiaba su hermosa apariencia para ser hombre, aunque lo camuflara de esos pantalones de cuero tan adheridos al cuerpo y una camiseta que dejaba ver sus miles de tatuajes en sus musculosos brazos haciéndolo semejante aun bárbaro. Su arrogante forma de ser y de expresarse también era molesta. Era la víbora a los pies.
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Editado: 06.10.2021