La Pared

El canario desea volar

Era magia. Y me avergonzaba ver su mágica sonrisa. No lo entendía. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, la desplegaba engordando cada uno de sus pómulos, haciéndola lucir brillante. Me irritaba. Sentí como mi rostro se volvía rojizo, aunque no podía verlo. ¿Cómo ocultar tal desfachatez? Era prácticamente imposible. Nunca se me ha dado bien disimular las mentiras. Desvíe la mirada una vez más ante el movimiento de sus labios. No sabía para aquel momento lo que intentaba decir. Me alegra no haberlo sabido, puesto que esas palabras hicieron magia aquella noche de estrellas.

Ignoré cualquier acción procedente de la pared adjunta, pero no dejaba de incomodarme. Sentía que, por la espalda, agujas me apuñalaban. No me podía quejar, él estaba en su casa. Deseé dejarlo todo tal como estaba e ingresar a la mía, no lo hice. Mi mayor defecto no me lo permitió. El orgullo. Sí entraba en mi casa, él pensaría a lo mejor que dominaba la situación y yo no le iba a dar el gusto. Eso creí. Según yo, era mi casa, mi patio, mi decisión y él no me iba a hacer retroceder. Entonces, me quedé moviendo el resto de las cosas y, de repente, detallé esa mirada que, yo por tanto tiempo, llamé aberrante. Esas luciérnagas estaban justo sobre mí acompañada con una dulce sonrisa que se iba de lado. Un escalofrío recorrió mi cuerpo deteniéndose en mi estómago.

—¿Qué demonios? —expresé.

Mis sentimientos yacían desordenados, me confundían. ¿Cómo definirlos? El tan solo mirarlo me causaba ansiedad junto con unas tremendas ganas vomitar, llorar, correr y hasta reír. Ni siquiera mi novio me hacía sentir de esa manera. No lo entendía. Realmente, yo no lo entendía. Pero lo único que pensaba en todas las cosas que estaba mal, entonces determinaba: es odio. Sí, eso era. Yo lo odiaba con todas mis fuerzas.

Absorta ante las luciérnagas cafés, no percibí la parte de la carrocería que cayó al suelo a pocos centímetros de mis pies hasta que un sonido hueco me sacó del trance. Aquel saltó de su lugar a mi encuentro, parecía preocupado. Yo también por supuesto. Ese metal pudo herirme de gravedad.

—¿Estás bien? —preguntó Simón antes de acomodar en mi cabeza todas las acciones.

—Y a ti qué te importa — recuerdo que respondí tajante y enojada mientras intentaba mover esa basura.

Él murmuró algo, no lo escuché. De pronto, elevó su voz ronca y firme entre palabras sarcásticas.

—A mí no me importa nada, en absoluto. Pero no quiero ser testigo de un accidente que se quede grabado en mi cabeza de melocotón. Y como buen samaritano que soy, velo por el bien de mis vecinos, sea quien sea el personaje.

—Pues, fíjate que estoy excelentemente bien. Gracias por tu mísera preocupación. Así que, ¡Vete!

Lo despedí como a un perro. Él se mofó.

—¡Claro! Eso iba a hacer, princesita. Aunque tengo curiosidad, desde cuando Aurora se convirtió en la mujer de Hulk. —y señalándome de arriba abajo, continuó—No sabía que fuese toda una poderosa para, bueno…—apuntó la basura de mi padre—mover todo eso. Eres una princesa. No deberías comportarte como tal. ¡Prin-ce-si-ta!

—¡Disculpa! —contesté. Él soltó una carcajada, supongo que fue por la expresión que puse ante sus palabras—Estoy en mi casa y hago lo que quiera. Aparte, yo por lo menos no rompo las leyes naturales…

—¡Lo sé, princesita! —replicó mirándome directo a los ojos—pero, por lo menos, yo soy feliz y no ando comiendo de la gente.

—¿Qué…?

Se alejó antes de que pudiera decir más. Furiosa, quise gritarle muchas cosas; pero como toda una señorita mantuve mi integridad. Romperla me hubiese causados muchos inconvenientes. Y, aunque no quiera admitirlo, deshonraría a mi padre de nuevo. Por eso, me detuve; pero no mis deseos de verlo sepultado a mil metros bajo tierra. Mis padres me enseñaron a no desear la muerte a ningún ser sobre la tierra a excepción de personas como él.

Así que, deseé con todo mi corazón a tal punto que me dolía, deseé gritar con mi garganta tantas cosas que no hice y me asfixié, y dejando evidencia de mis sentimientos; mis ojos de la impotencia, se anegaban. Ya no era una dama. Deseé haber tenido un arma en mis manos. Deseé apuntar en su cabeza y dispara. Deseé que dejara de existir.

—¡Ojalá, te mueras!

 Dios, si puedes oírme no escuches mis palabras. No cumplas mi petición. Te lo ruego. Yo no podría vivir con eso. Yo no podría vivir sin él. ¿Cómo pude ser tan estúpida? ¿Cómo pude odiarle? ¿Por qué tenía que ser como el resto? ¿Por qué para todos, él es tan diferente? No sé si es un castigo para mí o mi familia, pero conforme pasan los días soy apuñalada por este maldito mundo que me condena sin saberlo. Ellos acrecientan mi ira e impotencia. Y ahora, le entiendo. Él fue valiente al valorarse primero, más de lo que cualquier o incluso sus padres le valoraran. Hoy, entiendo más que nunca en mi vida. Simón McDonal al descubrirse encontró sus alas y sin pensarlo decidió volar y dar honor a su nombre.




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