El sol de julio caía vertical sobre el patio trasero de la casa de Amanda, fundiendo el aire en una bruma densa que olía a hierba quemada y metal oxidado. Eran pasadas las doce del mediodía, y el calor ya había vencido cualquier intento de frescura. Desde adentro, su madre gritó algo sobre limpiar los desechos de Rocher’s Auto que se encontraban en la parte trasera de la casa. No fue una sugerencia, aunque así se escuchara. Fue una orden sutil y amable.
Amanda se puso los guantes de trabajo de su padre —gruesos, manchados de grasa— y salió al jardín con el balde vacío colgando del brazo. Sabía lo que tenía que hacer: recoger los trozos de chapa, los tornillos sueltos, las piezas rotas que su padre dejaba acumularse desde que empezó a reparar su viejo camión. Pero también sabía que nadie revisaría si lo hacía bien. Así que pensó en solo barrer por encima, mover las cosas de lugar, fingir que cumplía lo encomendado. Total porque iba a ensuciarse demás.
No obstante, ese pensamiento se desvaneció en el instante en que bajó la vista. Entre la maleza que crecía entre las piedras del patio, algo llamó su atención: un cable negro y grueso, enrollado sobre sí mismo como una serpiente dormida, cubierto de tierra y conectado a una batería agrietada que no debería estar allí. Algo en su interior se resistió a ignorarlo. No podía fingir que no lo había visto, que todo estaba en orden, cuando claramente no era así.
Un suspiro hondo escapó de sus labios, cargado de fastidio y una punzada de obstinación. Se arrodilló en el suelo, sintiendo la dureza de la tierra a través de la tela de sus pantalones. Con los guantes puestos —que ahora se manchaban de polvo y óxido—, apartó las hierbas con dedos decididos y comenzó a separar los objetos uno a uno, con una paciencia que no sabía que tenía. Estaba tan concentrada en su tarea, tan absorta en el ritmo mecánico de sus manos, que el mundo exterior pareció desdibujarse por unos minutos.
Fue entonces cuando, casi por reflejo, alzó la mirada hacia la abertura de la pared que separaba su patio del de los McDonal.
Y la vio.
Elira.
Allí estaba, sentada en una silla metálica dorada, con los pies descalzos apoyados con descaro en el borde del cemento roto. Tenía entre las manos aquel teléfono anticuado, de teclas grandes y pantalla verdosa, que siempre parecía acompañarla. Un cable blanco le colgaba de las orejas, conectado al aparato. Por la forma en que movía los labios, Amanda supuso que cantaba o tal vez hablaba con alguien, aunque no alcanzaba a oír ni una palabra. Pero lo que sí podía ver era su expresión: relajada, casi distraída, con una sonrisa leve que se dibujaba en su rostro mientras reía en silencio. Parecía estar de buen humor, ajena por completo a la presencia de Amanda, sumergida en su propio mundo.
No era la primera vez que la veía actuar con esa desfachatez. Se conocían desde la infancia, vecinas de toda la vida, separadas primero por una cerca de madera en la entrada y luego por ese muro de concreto en el fondo del patio. Pero una tubería reventada y el charco persistente que amenazaba la estabilidad de la pared las habían obligado a compartir, de vez en cuando, el mismo pedazo de mundo. Hasta entonces, Elira había sido apenas una presencia lejana, una mancha de color fuera de lugar en la monotonía ordenada del vecindario. A veces, Amanda se preguntaba cómo podía existir alguien así, tan… expuesta.
Entonces, sintió un pinchazo rápido en el pecho, agudo, como si una aguja le hubiera atravesado las costillas. Desvió la mirada de inmediato, pero no sin antes registrar cada detalle: el sol de la tarde le daba de lleno en el rostro, acentuando sus pómulos marcados y su piel morena. Su cabello, corto, de un rubio desgastado por el sol y siempre revuelto, estaba recogido a medias en un moño descuidado que más parecía un accidente que un peinado. Llevaba una sudadera verde de manga corta, jeans desteñidos y llenos de manchas, y una pulsera de cuero trenzado en la muñeca. Nada que mereciera una segunda mirada, en teoría. Y, sin embargo, cada parte de su ser parecía gritar una misma cosa: yo soy así porque quiero. Aquí no rigen tus reglas.
Amanda apretó los dientes hasta hacerle doler la mandíbula. Sí, la odiaba. Lo tenía más claro que el agua.
Sus ojos, como traicionándola, volvieron hacia Elira. No quería mirarla, pero una fuerza terca, casi fuera de su control, le giraba la cabeza. Eso la enfureció aún más. Odiaba esa sensación de opresión, de inferioridad que se le enredaba en el pecho.
Ella tenía todo. Un móvil de última generación, ropa costosa, maquillaje siempre impecable y a la moda. Cualquier capricho suyo era satisfecho con solo pedirlo, siempre y cuando cumpliera con su papel de hija obediente, de prometida ejemplar. El mundo se doblegaba ante sus deseos, si seguía las reglas. Y aun así, con todo eso, un vacío persistente le roía por dentro. Una insatisfacción que no lograba nombrar. Se sentía miserable. Frustrada. Muerta en vida.
Chasqueó la lengua con fastidio y se mordió el labio inferior con fuerza, castigando la carne como si pudiera ahogar con ese dolor punzante el sufrimiento que su corazón no se atrevía a gritar.
—Qué tonterías estoy pensando —meditó, clavando la mirada en la figura relajada al otro lado de la pared—. Parece todo un hombre, vestida así… Sudadera ancha, pantalones holgados, hasta el cinturón es demasiado grueso para una mujer. ¿Acaso no sabe que es una chica? ¿O es que no quiere serlo? — Respiró hondo, y el rencor le sabía amargo en la boca—. Bien dijo papá… no es más que una escoria.
Amanda se detuvo en seco, con un perno oxidado aún apretado en su mano enguantada. Una oleada de repulsión le subió desde el estómago, tan ácida y repentina que casi pudo saborearla. No era solo la ropa holgada, ni el pelo alborotado. Era la actitud. La seguridad con la que movía los dedos sobre la pantalla de ese teléfono viejo, como si cada toque fuera una decisión irrevocable. La manera despreocupada en que tenía cruzadas las piernas, como si el mundo entero le quedara grande y a la vez le importara un bledo. ¿Cómo podía alguien moverse con tanta… libertad?