Por un instante mi mente estuvo en todos lados menos en el parloteo de mi madre y Annia, mi hermana menor. No eran más de las 9:00 AM y ambas ya tenía suficiente energía para arruinar el estado de ánimo en casa.
—¡Pero lo dejé aquí lo juro, mamá! —el gruñido de Annia me trajo de vuelta a la realidad.
—¡Te lo repito por centésima vez, yo no lo tomé! —afirmó mi madre—. Tal vez sí fueras un poco más ordenada no tendrías qué pasar por esto cada vez qué sales.
Mi hermana llevaba toda la mañana buscando su batería portátil. Siempre es así, hace un escándalo por ridiculeces. Es perfeccionista y algo maniática. Aunque la rareza viene de familia.
—Eso dijiste la última vez y mi bolsa de cosméticos apareció misteriosamente en tu auto —siguió alegando Annia.
Me paré frente a la puerta y agité mi rodilla derecha, impaciente y nerviosa por salir.
—¿Para qué la batería? —le pregunté, confundida—. Una vez qué lleguemos acordamos dejar todos los aparatos electrónicos en el auto, no la necesitaras, te lo aseguró.
—No me gusta dejar cosas pendientes, no voy a estar a gusto —me dijo, moviendo los cojines de los sillones de la sala.
Rodé los ojos y revisé la pantalla de mi celular en la qué como fondo tenía una foto qué me tomé hace un par de años durante unas vacaciones en la playa juntos a tres de las personas más cercanas a mí.
9:30 AM.
Mi madre caminó hacia mí para darme una enorme botella de agua.
—No la necesito. —La rechacé.
—¿Tomaste tu medicamento? —cuestionó ella con esa mirada qué tanto me fastidia.
—Sí, no quiero matar a nadie por el camino —espeté.
—¡Por favor, no seas tan negativa! —me reprendió, molesta.
No es buena ocultando ocultando la decepción qué siente al saber qué alguien como yo es su hija. Pero dicen qué terminas teniendo lo qué más odias en tu propia casa.
—¿Y dices qué yo soy histérica? —murmuró Annia, sin dejar de buscar.
Me encogí de los hombros.
Toda mi vida he padecido problemas emocionales, eso nunca fue un secreto. Pero hace tres meses tras una cita con un psicólogo se dieron cuenta de qué padecía una ligera fracción de a lo qué llaman «personalidad disociativa.»
No es tan crónico como el de muchos otros con el mismo síndrome pues es apenas un desorden de personalidad, pero; mientras mis emociones estén tan alteradas como lo han estado este último año necesito estar medicada. Será solo por un tiempo hasta qué, eso sí soy afortunada, el problema logre corregirse de lo contrario se volverá peor convirtiéndome en un monstruo para siempre. Por fortuna mía y el de los demás, este año por fin terminé la preparatoria.
¡Estaba harta de seguir luchando para ser alguien normal!
El timbre de la puerta sonó y la abrí sin siquiera preguntar quien era.
—¡Estamos aquí! —me saludó una chica de amplia sonrisa, piel caramelo y cabello rojo violeta, extendiendo los brazos para abrazarme.
—Sami, me viste ayer —rezongué pero aún así devolví el abrazo.
—El crédito pendiente. —Me sacudió.
Esta entusiasta persona es mi mejor amiga, la chica a mi izquierda en la foto de pantalla de mi celular. Después de la preparatoria se mudo a veinte kilómetros para asistir a la universidad y estudiar paisajismo, pero este mes se esta quedado de nuevo en casa de sus padres gracias a las vacaciones de verano.
Sami me soltó y entró a mi casa en busca de Annia.
—Niña, se nos hace tarde —la apremió en cuanto la vio tan despreocupada.
—Ya vas a empezar, mejor ayudame a buscar ahí a ver sí encuentras lo qué estoy buscando.
—¡¿Nos vamos o qué?! —gritó, entusiasmado, un chico de cabello platinado, qué según él resalta sus facciones, desde el asiento del piloto, mirando la hora en su reloj de muñeca.
Él es Lanz, el chico con las manos sobre mis hombros en la misma foto antes mencionada. Tiene veintiún años y sí me encontraba cuerda en ese momento se suponía que era mi mejor amigo.
Apreté los labios, acomodé el tirante de la mochila sobre mi hombro para cruzar el césped, rumbo a la camioneta blanca de tres filas de asientos qué obviamente estaba estacionada en calle frente a mi casa.
—Siéntate al frente, conmigo —me dijo Lanz cuando estaba a punto de subir a la parte trasera del auto.
—¡Oye! —refutó Iván, el chico castaño de grandes ojos y largas pestañas qué estaba sentado justo ahí, dando un brinco en dirección a Lanz y luego hacia mí.
Me le quedé viendo a Iván con un rostro inexpresivo.
—¿Enserio? —Me miró.
Le sonreí.
Iván puso los ojos en blanco, soltó un gran suspiro, desabrochó su cinturón, abrió la puerta de mala gana para subir al último asiento trasero junto a su primo, una de las otras dos personas que iban en la camioneta y qué por cierto apenas me saludaron pues estaban clavados en sus celulares antes de qué llegara el momento de apagarlos.
—Gracias —le dije al sentarme.
—¿Estas segura de qué son solo amigos? ¿No te gusta Lanz? —espetó Iván desde atrás.
Lanz ni se inmutó, sabíamos a la perfección lo qué eramos.
—¿Y tú, estas seguro? Si no lo estas con gusto te dejo el lugar y compruebas tus verdaderos sentimientos por él durante el camino—contraataqué al cerrar la puerta.
—Como sea. De regreso yo me sentaré al frente ¿De acuerdo?
—De acuerdo, lo prometo al regresar no evitaré que tú te sientes aquí —aseguré.
Lanz se cubrió la boca con la mano derecha y se rio para sus adentros.
—¿Y Cintia? —me dirigí a Lanz.
—De comparas con mamá. No la traje por la misma razón por la qué no te deje sentarte halla atrás.
Cintia es su hermana menor tiene la misma edad qué Annia.
Esas píldoras me hacen sentirme demasiado aflojerada para mi gusto, se supone qué controlan los nervios, me noquean totalmente pero dicen qué es cuestión de tiempo para qué mi cuerpo se adapte a ellas poco a poco.
Dejé caer la cabeza sobre el respaldo y cerré los ojos.