El avión acababa de alcanzar la altura de crucero. El zumbido constante de los motores se mezclaba con el tintinear de vasos de plástico y el murmullo de conversaciones apagadas. Ella, La Pasajera, ocupó su asiento 17A con una serenidad extraña, como si no viajara por primera vez, sino por la enésima.
Observaba el ajetreo del embarque con una paciencia que parecía tejida de siglos. A su lado, un hombre acomodaba nervioso el cinturón. No levantaba la mirada, como si prefiriera ocultarse en la rutina del vuelo. Ella lo observó durante unos segundos, con esa paciencia de quien lleva siglos esperando. Llevaba un traje de negocios ligeramente arrugado, la corbata desholada. Sus manos, fuertes y prácticas, encendieron una laptop cuyo protector mostraba el logo de una empresa aeroespacial.
Un hombre de números, de lógica, pensó. Siempre empieza así.
Y entonces, con una sonrisa que parecía un secreto, le preguntó:
—¿Recuerdas cómo nos conocimos?
Él giró lentamente la cabeza, apartando la mirada de sus planos. Su expresión era de pura perplejidad.
—Perdón… ¿qué?
—Tú y yo —insistió ella, inclinándose hacia él—. No aquí, claro. En otra vida.
El hombre soltó una risa breve, casi nerviosa.
—Genial. Me toca la vecina lunática.
—Oh, ya estamos con eso… —ella apoyó la barbilla en la palma de la mano, fingiendo decepción—. La fase de escepticismo sarcástico. La recuerdo bien. Suele durar un par de capítulos.
—¿Capítulos? —repitió él, arqueando una ceja con incredulidad—. Mire, señorita… —su mirada bajó a la etiqueta de su equipaje de mano, buscando un nombre que no existía—. No sé qué vende, pero no estoy comprando.
—No vendo nada. Deberías recordar eso al menos.
—¿Recordar qué? —él arqueó una ceja—. ¿Qué ya me crucé con una desconocida en algún vuelo barato?
—No —ella sonrió, bajando la voz como si compartiera una conspiración—. Que hace más de tres mil años forjabas espadas para Aquiles.
Él soltó el cinturón y se reclinó en el asiento, incrédulo.
—Perfecto. Ahora resulta que soy un herrero griego. ¿Qué sigue? ¿También era faraón?
Ella no respondió de inmediato. El momento siempre era incómodo, a menudo ridículo. Pero era necesario. Siempre.
El avión despegó. Una ligera turbulencia sacudió la cabina. Sus ojos se encendieron con un brillo juguetón, pero su voz bajó un tono, como si se lo contara solo a él, apenas al oído:
—Eras fuerte, terco, y tenías las manos manchadas de fuego y hierro. —Hizo una pausa, dejando que el zumbido de los motores llenara el espacio entre ellos—.Tenías un miedo terrible a ser olvidado.
Un silencio incómodo se extendió entre ellos. Un músculo en su mandíbula se tensó. Quería reírse, despedirla con otra broma cínica, pero algo en la calma absoluta de ella, en el detalle específico de ese "miedo a ser olvidado", le erizó la piel. Fingió buscar algo en el bolsillo del asiento delantero, pero sus dedos temblaban apenas.
—Mire, señora… no me interesa su cuento.
—No es un cuento —ella lo interrumpió con dulzura—. Es nuestra historia.
—Ajá… —él bufó—. ¿Y qué se supone que hice yo, el “herrero místico”? ¿Forjarte un anillo de compromiso?
Ella soltó una carcajada ligera que hizo que un pasajero de dos filas más adelante girara curioso.
—¿Troya? —logró decir, forzando un tono de diversión—. ¿Espadas, griegos, caballo de madera? ¿Ese tipo de cliché?
—El caballo vino después —respondió con seriedad—. Él forjaba las espadas para Aquiles. Y te reconocí por tus ojos. —Su voz se suavizó hasta casi un susurro—. Siempre son los ojos, Darren.
El uso de su nombre lo golpeó como un impacto sordo. ¿Cómo lo sabía? No lo había dicho en voz alta. Sintió un eco lejano de calor de fragua y sudor.
—No, me equivoqué. Forjaste algo más peligroso. Tu coraje.
Él la miró por primera vez, directamente a los ojos. Y aunque quiso sostener la mirada con escepticismo, sintió un escalofrío, como si realmente hubiera un eco en esas pupilas.
—Está bien… —cedió con ironía—. Sorpréndame. Cuénteme esta “gran aventura” en Troya. Pero le advierto que si aparece un caballo gigante, cierro los oídos.
Ella se acomodó en el asiento, cruzó las piernas con calma y murmuró:
—Era de noche. El fuego iluminaba tu piel sudada. Yo entré al taller buscando agua… —Sus ojos perdieron el foco, como si miraran a través del fuselaje del avión, hacia un cielo estrellado de una era olvidada—. Y tú levantaste la vista.
En ese momento, la azafata pasó por el pasillo ofreciendo bebidas. Darren pidió un whisky, solo. Lo bebió de un trago, sintiendo el ardor en su garganta, quizá para ganar tiempo, quizá para esconder que quería escuchar más.
—Un taller en Troya, ¿eh? —murmuró, negando con la cabeza pero sin apartar la mirada de ella—. Bueno, supongo que peor sería sentarme junto a alguien que ronca.
Ella le guiñó un ojo.
—Ya ves. De todas las butacas del avión, viniste a caer al lado de la mujer que siempre te encuentra.
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Editado: 09.09.2025