El calor del taller era casi insoportable.
El hierro ardía en las brasas, las chispas saltaban como estrellas fugaces cada vez que el martillo golpeaba. Afuera, la guerra rugía —gritos, el choque de armas—, era un recordatorio constante de para qué servía su trabajo, pero dentro de ese pequeño espacio solo existía él: el herrero de mirada intensa, brazos desnudos y piel cubierta de hollín.
Ella apareció en el umbral, silenciosa. Su simple vestido de lino parecía absurdamente fuera de lugar entre la dureza carbonizada del taller. Observó cómo trabajaba, cómo la frustración se manifestaba en cada golpe más violento de lo necesario contra el metal.
Finalmente, él alzó la vista para limpiarse el sudor de la frente con el brazo y la vio. Se irguió, sobresaltado por la intrusión.
Ella sonrió con descaro.
—Sabes que vas a matarte de tanto golpear el hierro, ¿verdad?
—¿Qué buscas? Agua, comida… ¿protección? —preguntó, su voz un gruñido áspero que competía con el crepitar del fuego—. No hay nada aquí para ti. Vete.
La Pasajera no retrocedió. Avanzó, esquivando con elegancia un montón de chatarra, y metal.
—Oh, lo sé —respondió, avanzando hacia él—. Pero siempre me ha parecido atractivo desafiar las reglas.
—Las mujeres no entran aquí. —repitió— Es peligroso. Y no saben nada de fraguas.
—¿No? — alzó una ceja con una chispa de diversión en sus ojos—. Parece una ciencia bastante sencilla. Calentar. Golpear. Dar forma. Es una metáfora bastante obvia para la vida, en realidad. —Señaló con la cabeza el yunque—. Aunque algunos nos resistimos más que otros a ser moldeados.
Él soltó una risa áspera y descreída.
El herrero dejó el martillo en la mesa, aún jadeando por el esfuerzo.
—Si vienes a burlarte, busca otro entretenimiento. No soy Aquiles ni Odiseo para contar hazañas. Si quieres poesía, ve a los aqueos. Están llenos de bardos borrachos.
Ignoró su desdén.
Se acercó más, hasta que el calor de la fragua le sonrojó las mejillas.
—No —dijo suavemente—. Prefiero la verdad de los hombres que dominan el fuego. O pretenden dominarlos.—Su mirada recorrió su torso hasta llegar a sus ojos. Él siguió cada uno de sus movimientos sobre sí.
La Pasajera abandonó sus ojos para observar el desorden del taller, deteniéndose en una pila de espadas imperfectas descartadas en un rincón.
— Diría que tu mayor frustración es no poder crear algo hermoso.
—Solo forjo armas para que otros mueran.
Ella se inclinó sobre la mesa, cerca del hierro incandescente, desafiándolo con los ojos. La irritación en sus ojos se mezcló con una curiosidad abrupta y desconcertada.
— ¿Solo eso? ¿Un hombre que suda para que otros brillen en la arena?
Él la sostuvo con la mirada, irritado.
—No entiendes nada.
—Al contrario —ella susurró—. Entiendo más de lo que crees.
Por un momento, el silencio se cargó de tensión.
—¿Quién eres mujer? —preguntó, su voz más baja.
— No importa, no lo vas a recordar aunque te lo diga.
—Tu nombre.—demandó.
—Alguien que quiere algo de ti.—respondió ella. Tomó una pequeña barra de hierro frío del suelo, un desecho. Era pesada e incómoda en su mano.
—¿Debo adivinar?
—Enséñame.
Él soltó una risa áspera, incrédulo.
—¿En serio quieres que te enseñe a blandir un hierro? Se te caerá en los pies antes de levantarlo.
—Tal vez —dijo ella, elevando la barbilla—. Pero al menos lo intentaría. Mis manos están hechas para muchas cosas que no puedes imaginar —replicó, desafiante. —¿Temes que una mujer agarre tu martillo, herrero? ¿O que pueda sostenerlo mejor que tú?
El herrero apretó la mandíbula sin contestar.
— No me equivoqué. Eres de esos, que prefieren rodearse solo de hombres que obedecen y callan.
El desafío surtió efecto. Una chispa de orgullo herido brilló en sus ojos grises, —ojos que La Pasajera no olvidaría tan fácilmente—. Con un movimiento brusco, cerró la distancia. Su mano, grande y callosa, envolvió la de ella alrededor del frío mango de hierro del martillo. El contacto fue electrizante. Un shock de calor que no tenía nada que ver con la fragua. Ella contuvo el aliento. Kleon también pareció contener el suyo.
—Así —murmuró, su voz ronca cerca de su oído, guiando su movimiento—. No se trata de fuerza. Es… ritmo. —Su cuerpo estaba casi envolviéndola, el sudor de su pecho rozando su espalda—. El hierro te hablará si lo escuchas.
Ella giró ligeramente la cabeza para mirarlo.
Sus rostros estaban a centímetros de distancia.
—¿Y tú, Kleon? —preguntó en un susurro—. ¿Qué dices?
—Insolente —murmuró.
—Y tú, aburrido —replicó ella, con media sonrisa—.
Él se apartó un paso, respirando hondo, como si temiera perder el control. La tensión permaneció en el aire, tan palpable como el calor.
—Márchate. Antes de que Aquiles se entere de que estás aquí.
Ella dio un paso más cerca, no menos. El hombre pragmático, el escéptico, se encontraba cara a cara con algo que no podía explicar.
La voz bajó, íntima, desafiante:
—¿Y si no me voy?
Las brasas chisporrotearon. El aire ardía entre los dos. El herrero tragó saliva, incapaz de apartar la vista de esa mirada imposible.
Finalmente, cedió con un suspiro.
—Entonces prepárate. Porque aquí, entre hierro y fuego… nadie sale ileso.
—Demasiado tarde —susurró, más para sí misma que para él—. Ese fuego se encendió hace mucho, mucho tiempo.
Ella sonrió, victoriosa, como si esa frase hubiera sido el inicio de algo que ya conocía de memoria. Algunos pasos ligeros se acercaban a ellos. La Pasajera, los reconoció. Era él, pero aún no era el momento.
—Volveré, herrero.
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Editado: 09.09.2025