La pequeña del Alpha. ©

Se cae el disfraz de Oveja. Redención.


(...)

 

Pudo sentirlo al segundo de bajar del auto. Podía oler ese aroma asqueroso a la excitación.

 

Excitación masculina. Pesada y abrumadora.

 

También podía oler el terror en la mezcla de desesperación y angustia.

 

¡Mía, era ella!

 

Como un relámpago subió a toda prisa las escaleras. Podía desde afuera ver como los últimos pisos del edificio estaba encendidos, lo que no debía ser.

 

La sangre subía como una espuma caliente de sus venas hasta su cabeza. Como la lava en un volcán activo y apunto de emerger de las profundidades del infierno.

 

¡Un calor insoportable estaba ahogándolo! Mientras subía las escaleras se despojaba de las prendas que llevaba. Saco, corbata, camisa.

 

Podía sentir como su lobo, esa parte sobrehumana y poderosa, llamaba desde su interior, exigiendo ser liberada como un torrente.

 

La furia, la cólera y la contraparte animal de su cuerpo le estaban nublando el juicio.

 

Sentía que con cada zancada que daba para llegar a ella, su cuerpo cambiaba.


Después de mucho tiempo, su lobo deseaba matar.

Al llegar a la plata mas alta del edificio se topo con la puerta de seguridad, sellada. Acero de dos centímetros de grosor.

Con fuerza trató de forzar la puerta. ¡Imposible! No se movía ni un poco.

Respiro hondo y con fuerzas renovadas coloco las palmas sobre el acero. Empujó, fuerte. Tanto, que sus ojos cambiaron de color.

Era como si su lobo, junto a él, hiciera fuerzas por abrir la puerta.

La pesada puerta cedió un poco, hasta lograr colarse dentro de ella.

—¡Mía! ¡Puedes oírme!... ¡Demonios!

Nadie contestaba. Pero el olor era cada vez mas fuerte.

Desesperado subió las escaleras de emergencia. ¡Coño! Estaba cerrada por fuera.

Miro a su alrededor, no había nada con que hacer palanca y abrirla, pues esta solo tenia un seguro.

Se alejo, y cogiéndose de las barandillas de las escaleras, trató de abrirla a patadas.

¡Maldito hijo de puta! ¡Górdon! ¡No te atrevas a tocarla o arrancaré tu inmunda garganta!

(...)

 

Sus sollozos eran fuertes, mientras sus manos era maniatadas. Moratones habían aparecido en los mismos.

 

Las lágrimas no cesaban. Las fuerza parecían haber abandonado su cuerpo, pues ya no podía más. No pudo evitar que el maldito le abriera las piernas.

 

Su asqueroso aliento chocaba sobre su rostro. Mientras con sus manos, manoseba por todas partes de su cuerpo.

 

De pronto, bajo hasta su clavícula y sorbió las lágrimas saladas que se habían acumulado en ese lugar.

 

—¡Dios! ¡Que festín me voy a dar contigo pajarito! Cicerón ha sido muy egoísta al mantenerte alejada de la vista de los demás. ¡Estas hecha para ser admirada! ¡No! Coopera cariñito, se que te gustara, ya lo veras. ¡Soy mejor que ese bastardo engreído!

 

—¡Basta! ¡No! ¡Dejame! Como.... Como puedes hacer esto, ¿a caso no es tu amigo?

 

No entendía como podía ser tan depreciable, su disfraz de oveja había caído para salir su naturaleza mas vil. Un lobo devorador.

 

Górdon, sonrió. Con autosuficiencia.

 

—¡Claro! Por eso esto jamas saldrá de ti ni de mí. Sera... ¡Nuestro sucio secreto!

 

Río como desquiciado.

 

Forzó una vez mas sus piernas para obligarla a dejarlo entrar. Con rapidez, aflojó su hebilla y bajo su bragueta.

 

Mía, desesperada, volvió a gritar con las fuerzas que le quedaban. Hasta desgarrar su garganta.

 

De pronto, la puerta sonó con violencia y fue derribada.

 

Cicerón, llegó a su encuentro.

 

La cara de Górdon era digna de enmarcarse.

 

Las miradas chocaron. Cicerón, con los puños apretados hasta clavar las uñas en sus palmas se acerco lento hasta el sujeto.

 

—¡Me has alcanzado a la fiesta! Anda... ¡Acercate y disfruta del espectáculo!

 

—Al fin has mostrado lo "escoria" bastardo que eres. No lo creí, pero valla que las has sabido liar. Esnuna lastima por que... No va a quedar nada de ti después de hacerte talco.

 

Mía, trató de alejarse al oír la voz de Cicerón detrás del hombre. No podía ver su rostro, pues la noche era densa y las lamparillas de la azote no dejaban ver casi nada.

 

Pero, antes de que siquiera pudiera arrastrarse lejos. Górdon, con una presión aplastante sujeto su pierna y cuello.




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