Los policías, no del todo convencidos, dejaron la oficina. No sin antes entregar números telefónicos para así poder estar en contacto.
Mía les acompaño hasta la puerta, cerrando desde adentró. Su mano sujetaba la perilla. Temblaba y su cuerpo amenazaba con perder la estabilidad.
¡Lo intuían! ¡Lo olían! Ese era su trabajo. Encontrar culpables.
Un carraspeo la hizo reaccionar.
-Puedo no sólo oler tu excitación, también puedo oler tu miedo amor. Relajate.
Mía volteo hacía el hombre pacíficamente sentado y con la mirada despreocupada. ¿Relajarse? ¿Cómo? Cuando están investigando los restos de un cadáver.
No era posible.
-Esos policías no descubrirán nada. Así que no debes preocuparte. En todo caso, tu no eres culpable de nada en absoluto. ¡Ese bastardo hijo de perra esta ahora donde pertenece! ¡En el infierno!
Se levantó y sirvió dos vasos con wiskey. Llenó ambos con hielo y le dio uno a la pelinegra.
-Oye hermosa. ¡Jamás dejaría que algo malo te ocurriera! Eres mi vida ahora.
Sujeto su mentón con suavidad. La miró a los ojos. Hermosos ojos. Besó sus labios, lento y poco a poco más profundamente. Pasando sus dedos por las hebras sedosas y perfumadas.
Dejó el vaso en el librero y sujetó su cintura. Atrayéndola de esa manera más a su cuerpo.
Sus besos recorrieron gran parte de su cuello y hombros. Bebiendo de esa maravillosa piel.
Mía, con las manos a los lados y apretando los labios contra los dientes trataba de no gritar del placer que le causaba. ¡Ese hombre era capaz de derribar todo conflicto en su interior! Cicerón era capaz de hacerla volar y al mismo tiempo aterrizar con estrépito. Subir y bajar como una montaña rusa.
Cada toque era mágico. Dulce.
-¡Santa mierda! No sabes la ganas que tengo de hacerte el amor justo aquí sobre este escritorio.
Sus manos, subían por sus muslos, levantando con ellas la tela de la falda. Bajó hasta ellos, besándolos. Lamiéndolos. Besando su pantorrilla. Seduciéndola.
-N-no... No l-lo hagas.
Subió hasta el inicio de su escoté, donde podían verse el nacimiento de sus pechos. Con sus dedos, lentamente desabotonó los primeros botones. Dejando libre esa zona para marcarla con un besó.
Podían llamarlo posesivo o primitivo, pero era su instinto. Marcarla.
¡Hacer saber que él era su dueño! Era algo que brotaba desde su siqué más profunda.
-¡P-para! N-no.
-Tus labios dicen; no. Pero tu cuerpo me esta suplicando. Con cada roce de mis dedos, tu piel se eriza. Tus labios tiemblan.
Sus manos se deslizaron debajo de la blusa, buscando la dermis. Sintiendo el estorboso sujetador. ¡Deseaba arrancarlo de un tirón!
De pronto, su celular sonó. Una y otra y otra vez.
Enfadado, se levanto para cogerlo. Mía, trataba de reponerse. Su cuerpo entero temblaba de vergüenza.
¿Por que tenía que ser tan dominante? Y ella tan sumisa cuando de Cicerón se trataba. Cada día era mas difícil resistirsele.
-Mmm... De acuerdo. Te veo allá.
Colgó. La pelinegra, seguía sumergida dentro de sus caóticos pensamientos.
-Lo siento, debo irme un par de horas. Cancela la cita de la tarde con Charlotte. Toma-le entregó una tarjeta platinada. La chica, extrañada tomo la plástica tarjeta. El diseño era elegante al igual que la firma.-Ve a Giordanno compra un vestido elegante y hermoso, igual que tu. Esta noche pienso llevarte a un lugar especial. Y quiero que seas la mas hermosa del lugar... Aún que, para eso no lo necesitas.
Acarició su rostro, suavemente con sus dedos. Mía avergonzada, negó y le tendió la tarjeta.
-¡Esto es demasiado! No puedo aceptar...
-Tonterías. Ahora eres mía. ¡Déjame consentirte, mimarte! Disfrutó haciéndolo. Eres la mujer que amó. Más que a nada en este jodido mundo. Sonríe como siempre lo hacés.
Divertido, le mostró una de sus más sinceras sonrisas. Tratando de amenizar el ambiente.

Rendida, Mía sonrió de igual forma.
-No tienes remedio. Bien. Lo haré, pero debes dejar de gastar cantidades extravagantes en mi. Haces que me sienta en deuda.
Cicerón se acerco a ella y sujetando su cintura la besó una vez más.
-Ya te lo había dicho... Con un par de estos, estamos a mano, preciosa.
Sin más, cogió sus cosas y salió de la oficina, dejando a la chica entre las nubes.
Mas enamorada que nunca.
(...)
Ya llevaba quince minutos esperando a la persona que le había llamado por teléfono.
Disfrutaba de una copa en la terraza de uno de los restaurantes de la ciudad. El clima era un tanto frío y nuboso.

¿Por que tardaba tanto? Había dicho a las dos. Ni un minuto más ni un minuto menos.
De pronto, alguien subía las escaleras de madera de caoba. Un hombre, en traje y sombrero. Llegaba hasta su mesa, con un maletín en manos.