Margot estaba rodeada de cadáveres. Armaduras negras adornaban el fino pasto del bosque, y la sangre les servía de abono. Algunos tenían los miembros cortados, alejados varios metros de sus dueños originales.
Margot le dio una patada a una cabeza que encontraba cerca de sus pies. Esta se estrelló contra un árbol y se partió en dos como un coco. Un par de pájaros descendieron de la copa del árbol para darse un festín.
Su corazón latía sin cesar, se podía escuchar si uno ponía la oreja cerca a la armadura. Una potente sonrisa apareció en sus labios. Saltó emocionada y golpeó en el aire.
Matar a veinte soldados del enemigo. Una razón digna para celebrar.
—¡Si! ¡Si! ¡Si!
La euforia consumía su cuerpo. Margot no recordaba cuando fue la última vez que se sintió tan emocionada. Quería más enemigos; más sangre; su espada todavía tenía hambre.
Clavó su espada en una espalda sin miembros.
Las nubes grises, mezcladas con las cenizas del fuego, se separaron. Margot no podía creer lo que estaba viendo. Un enorme dedo, del tamaño del bosque, se acercó a ella a toda velocidad.
El cielo se había partido y Dios había descendido para decirle: “Bájale el volumen a tus gritos que estoy tratando de dormir”.
Margot se puso en posición de ataque. No tenía pensado morir sin luchar. No sirvió de nada. El dedo aplastó a Margot y todo se volvió negro.
GAME OVER
Margot se quitó el casco verde y se encontró en su aburrido dormitorio. La guerrera estaba sentada en una silla, con la armadura puesta. El escuchó de su pecho (un león de tres cabezas) estaba manchado de vísceras y sangre. Lo limpió con un trapo húmedo.
Alguien se aclaró la garganta.
Un hombre delgado y rubio estaba parado en una de las esquinas del dormitorio, al lado de un ropero abierto. En sus manos tenía una medalla dorada con la forma de un león de tres cabezas, sus ojos eran de rubíes.
El rey se lo entregó personalmente a Margot por ser la única sobreviviente de la operación “Noche sin estrellas”.
—¿Quién eres y cómo entraste a mi casa?
El hombre rubio la miró extrañado.
—¿En serio no te acuerdas de mí? Fui yo el que te entregó ese casco —señaló el casco verde. Margot lo sostenía como si fuera su hijo recién nacido.
—Estoy bromeando —dijo Margot con una sonrisa juguetona. La sonrisa desapareció como una mota de polvo ante un estornudo —. ¿Qué estás haciendo en mi casa, Zazz?
Zazz también se puso serio. Dejó la medalla en su sitio, movió su cabello a un lado para mostrarle sus ojos azules. Se acercó a Margot, que todavía seguía sentada.
—He venido a asegurarme que cumplas con tu parte del trato y me pagues lo que me debes.
Margot lo miró confundida, como si le estuviera hablando en otro idioma.
—Yo cumplí con lo parte del trato —dijo con firmeza —y lo hice con intereses.
—En primera: Nosotros acordamos el cadáver de un bebé; y en segunda: un perro agusanado como cuenta un interés.
Una semana antes de conocer a Zazz, Margot vivía una vida tranquila y aburrida. Principalmente aburrida. Por las mañanas trabajaba como panadera; en las tardes, como guía turístico; y en las noches se dedicaba a tejer suéteres hasta altas horas de la noche. Algunos se los regalaba a su hija Emily, y otros los donaba al orfanato más cercano.
No lo hacía por falta de dinero. Plata le sobraba, el rey se había asegurado de eso.
“Una heroína como tú no debe vivir en harapos”, le dijo.
Lo hacía porque quería mantener la mente ocupada de la guerra.
De los cuarenta años de vida de Margot, veinticinco fueron dedicados al ejército. En ese tiempo participó en tres guerras.
El rey de Starland era una persona furibunda y codiciosa. Si había un territorio con recursos naturales lo quería y se enfadaba si no conseguía.
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Editado: 04.08.2024