LuxeCorp era como uno de esos lugares que en tu imaginación lucia como una película, pero no una pelicula de comedia, o una película romana, en un drama oscuro con fondos elegantes, música instrumental de suspenso de fondo y gente caminando como si todos supieran exactamente a dónde tenían que ir.
Al principio, me sentí como un extra que se coló al set de grabación. Todo a mi alrededor era brillante, silencioso, ordenado hasta rayar en lo obsesivo. Las reuniones eran larguísimas, la gente hablaba en latin y había tantos números que parecían inventados, y los ejecutivos caminaban como si flotaran.
Durante mis primeros días aprendí lo suficiente como para saber que un comentario fuera de lugar podría hacerme invisible de un día para otro, y que lo mejor que podía hacer era aprender rápido, sonreír poco y hacer como que sabía lo que hacías, aunque por dentro estuviera gritando por ayuda.
Y en medio de todo ese caos … llegó Olivia. No caminó, no tocó la puerta. No pidió permiso, simplemente entró en ese mundo perfectamente ordenado como si fuera suyo, sin aviso, como un mini terremoto con zapatillas de unicornio y sonrisa traviesa, se metió en ese mundo que parecía escrito a lápiz y lo llenó de crayones de colores.
Y lo más sorprendente de todo no fue que hubiera logrado colarse en la oficina más inaccesible de todo el edificio, (que ya de por sí era una hazaña), sino que había conseguido algo que, hasta ese momento, parecía imposible, hizo sonreír a Alexander Monroe.
Lo había visto con mis propios ojos.
Y aunque no fue una carcajada ni nada escandaloso, sí hubo una pequeña sonrisa, un pequeño gesto casi imperceptible, como si a su rostro le costara recordar cómo se hacía eso. Pero lo hizo y para los que trabajamos con él… Era como ver nieve en agosto.
El problema era que, desde aquel día, algo había cambiado en mi estricto jefe.
No en el sentido de que empezara a traer cupcakes para todos o saludara con palmadas en la espalda. No, no. Monroe seguía siendo Monroe, serio, exigente, No había alteraciones en su agenda, ni modificaciones en su manera de dar órdenes. Seguía siendo meticuloso, exigente y poco dado a las conversaciones innecesarias, pero en los pequeños momentos, en los silencios entre una reunión y otra, en las miradas fugaces que me dirigían cuando creía que no me daba cuenta… algo era distinto.
Y no sabía si eso era bueno o malo, si debía preocuparme o agradecer.
Aquel martes por la mañana, entré a la oficina como de costumbre. Café en una mano, carpeta en la otra, la agenda organizaba del día, con todo hecho, correos electrónicos importantes revisados y los informes que Alexander necesitaría antes de sus reuniones.
Todo iba muy bien, me movía en piloto automático hasta que, sin levantar la vista de su laptop, Alexander habló.
—Evans. —Levanté la cabeza de inmediato, como si me hubiera tirado una piedrita.
—¿Sí, señor? —Él no levantó la mirada de su computadora, lo que significaba que no era una petición urgente.
—¿Cómo está su hija? —Pestañeé un par de veces antes de mirarlo como si acabara de preguntarme si creía en unicornios.
—¿Mi hija?
—Sí —asintió, aún sin mirarme —Olivia. —No supe cómo responder de inmediato.
Desde que empecé a trabajar en la compañía Alexander Monroe nunca había mostrado el más mínimo interés por la vida personal de nadie. No preguntaba por las familias de los empleados, ni se interesaba en los pequeños, podía trabajar contigo por años y no saber ni si tenías gato, perro o alma. Pero ahí estaba él, preguntando por Olivia.
—Está bien —respondí finalmente, aún un poco sorprendida —Volvió a la escuela después de que la niñera se recuperó. —Alexander asintió con un leve movimiento de cabeza, sin añadir nada más, Y luego, como si nada, cambió de tema.
—Necesito que reorganicemos la presentación para la junta del viernes. El informe de proyecciones de mercado debe estar en la primera sección. —Asentí rápidamente, retomando mi papel de buena asistente que en ocasiones quiere matar a su jefe, pero por dentro, mi cabeza iba a mil. ¿De verdad acababa de preguntar por Olivia?
Olivia le había dejado una impresión en él.
Y no fue la última vez.
Con los días, empezó a soltar preguntitas aquí y allá. Disfrazadas de comentarios casuales, pero yo no me tragaba esa.
—¿Tu hija tiene muchas actividades después del cole?
— ¿Cómo es el sistema de educación en su escuela?
—¿Los niños hoy en día tienen más tareas que antes?
— ¿Le gustan los parques o prefiere estar en casa?
Nada invasivo. Muy… Monroe. Pero ahí estaba, lanzando preguntas con esa voz de nada me importa, como si hablara de ventas trimestrales, y yo cada vez más segura de que Olivia le había dejado una huella en él.
La verdad… no sabía cómo sentirme ni que hacer.
Una parte de mí se ponía nerviosa. Después de todo, él no era una persona cualquiera en la empresa, era mi jefe. No tenía sentido que Alexander Monroe, un hombre que parecía inmune a cualquier tipo de emoción, que estaba segura que la única vez que había llorado era por un fallo en algún expediente trimestral, de pronto tuviera interés en una niña de cinco años que lo llamaba "el señor serio" y lo había declarado su proyecto personal.