Cuando una niña de cinco años tiene una idea en la cabeza, hay dos caminos posibles, o cedes de inmediato, o peleas hasta el agotamiento sabiendo que tarde o temprano… también vas a ceder.
Eso aprendí siendo mamá de Olivia.
Esa pequeña criatura con coletas despeinadas y ojos que brillaban más que la luna llena tenía una habilidad especial para conseguir lo que quería. No con berrinches ni gritos, sino con su cara de “yo sé más que tú” y su confianza infinita, como si ya supiera de antemano cómo iba a terminar todo antes de que empezara.
Esa vez, su grandiosa idea fue invitar a Alexander Monroe, el mismísimo jefe de traje caro y corazón congelado, a cenar a nuestra casa. Porque claro, para ella eso era totalmente normal.
Todo comenzó una tarde después del trabajo. Estábamos en la cocina, Olivia dibujando algo que parecía una combinación entre una nave espacial y un brócoli gigante (ella insistía que era un árbol mágico), mientras yo preparaba una sopa con las pocas cosas que quedaban en la alacena.
—Mami, ¿puedes hacer espaguetis con albóndigas el jueves? —preguntó sin mirarme, como si fuera una petición común.
—¿Por qué el jueves?
—Porque quiero que venga el señor serio. —Me quedé congelada con la cuchara en la mano.
—¿Perdón?
—Quiero que el señor serio venga a cenar con nosotras, será una cena de negocios, firmaremos un contrato de envío de cuernos de unicornios y brillantina, y tendrá que pagar mi parte del trato. —Giré lentamente hacia ella, esperando ver una sonrisa traviesa o algún indicio de que lo decía en broma. Pero no, su cara estaba seria, concentrada, como si planear cenas con el jefe de su mamá fuera parte de su rutina diaria.
—Olivia, cariño… él es mi jefe. No se invitan a los jefes a cenar.
—¿Por qué no?
—Porque… porque no es así como funcionan las cosas. Él tiene su vida, su casa, su comida…
—Entonces que traiga el postre —dijo encogiéndose de hombros, como si con eso acabara de resolver el problema. Suspire pesadamente.
—Escúchame, él es una persona muy ocupada. No creo que quiera venir a pasar la noche escuchando a una niña hablando de dibujos y árboles mágicos.
—No son árboles mágicos, ya te dije, vamos a hacer negocios. ¿Y si sí quiere? —preguntó, levantando la vista.
—No va a querer.
—¿Y sí sí? —Me quedé callada. Porque en el fondo, una parte ridícula de mí pensó: ¿y si sí? ¿Y si, por algún motivo incomprensible, aceptará? Era Imposible, Era Alexander Monroe.
Al día siguiente, fui a la oficina decidida a olvidar la conversación con mi hija, no le contaría nada a Alexander, por supuesto. No iba a ponerme en ridículo frente a él. Pensaba seguir con mi trabajo como si nada hubiera pasado, ignorar las ocurrencias de Olivia y mantener la dignidad. Pero claro. Eso era antes de que mi hija decidiera tomar el asunto en sus propias manos.
Porque cuando salí a almorzar y revisé el celular, vi un mensaje que casi me hizo dejar caer mi sándwich.
"Hola, señor Serio. Soy Olivia. ¿Quiere venir a cenar el jueves? Mi mamá cocina rico y no es tan seria como usted. y tenemos muchos negocios que hacer. Firmado: la pequeña jefa… pdta: recuerde traer el postre”. Sentí cómo la sangre se me iba a los pies.
—Dios mío…Hija de la sagrada madre. —Corrí al baño más cercano, cerré la puerta con seguro y marqué el número de casa.
—¡Olivia Evans! ¿Qué hiciste? —pregunté ni bien tomó el teléfono, sabía que era ella la que siempre contestaba cuando estaba con su niñera.
—Lo invité a cenar. —Respondió inocente, aunque de inocente no tenía nada.
—¿Por qué? ¿Cómo conseguiste mi celular?
—Estaba en el bolso, en la cocina. —Me pasé la mano por la cara, tratando de controlar mi respiración.
—No puedes andar invitando gente a casa, cariño. Y menos a mi jefe.
—¿Y si dice que sí?
—¡No va a decir que sí! —respondí, aunque en el fondo me moría de miedo de que lo hiciera.
Esa tarde, cuando regresé a la oficina con la dignidad por el piso y la vergüenza en las nubes, evité el contacto visual con Alexander. Caminé tan rápido como pude, me refugié en mi escritorio y no asomé la cabeza más de lo necesario. Pero justo antes de terminar la jornada, escuche su voz.
—Evans. ¿Tiene un minuto? —Tragué saliva y nerviosa entré a su despacho.
—Sí, señor Monroe. —Él estaba revisando unos documentos, pero levantó la mirada con un gesto difícil de descifrar, tal como decía Olivia, parecía estar siempre comiendo limon.
—Recibí un mensaje muy peculiar esta mañana. —Sentí que se me congelaba el alma.
—Sí… Lo siento muchísimo. Olivia no debe…
—¿El jueves a las siete está bien? —Interrumpió mis palabras. Parpadeé tratando de procesar lo que acababa de decir.
—¿Perdón?
—Para la cena. Usted cocina, su hija es la anfitriona y, al parecer, yo soy el invitado y quien lleva los negocios y el postre. —Me quedé mirándolo, completamente en shock.