La Pequeña Jefa

08.

Debo admitir que durante muchos años me enorgullecí de llevar una vida perfectamente ordenada. Todo tenía un horario, una lógica. Incluso mis momentos de descanso, cuando los había, estaban perfectamente calculados, casi programados. Había construido ese orden porque me funcionaba, porque vivir con reglas era más fácil que dejar que algo, o peor aún, alguien, se metiera en el caos que llevaba por dentro.

Pero, por alguna razón que aún no lograba entender del todo, Olivia Evans decidió que yo necesitaba algo más.

Y lo peor de todo, o lo mejor, todavía no estaba muy seguro, es que estaba empezando a tener razón.

Después de aquella cena en su apartamento, pensé que todo volvería a la normalidad. Fue agradable, sí. Inesperadamente… cómodo. Pero creí que quedaría en eso, una simple experiencia extraña, fuera de lo común, una de esas que se cuentan como anécdota en el futuro y luego se guarda bajo llave.

Pero era claro que Olivia no funcionaba con esa lógica.

De alguna manera, esa pequeña de cinco años había decidido que no solo era bienvenida en mi oficina, sino que tenía permiso permanente para presentarse cuando le viniera en gana, mi oficina dejó de ser mi oficina y se convirtió en el “centro de negocios de los unicornios arcoiris brillantes y mágicos”.

La primera vez que reapareció fue una semana después de la cena. Emma había tenido un problema con la escuela, y la niñera otra vez había cancelado. Cuando entré a mi despacho esa mañana, allí estaba Olivia, sentada en el sillón junto a la ventana, con un cuaderno en el regazo y dos crayones en la mano.

—Buenos días, señor Monroe —me saludó sin levantar la vista. La miré, sin saber muy bien si reír o salir corriendo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Pregunté dejando mi maletín y colgando mi chaqueta.

—Trabajo.

—¿Trabajas?

—Claro. Estoy dibujando las oficinas. —Me acerqué, con curiosidad, y miré su hoja. No era una obra maestra, pero tenía un encanto desordenado. Había escritorios garabateados, personas con trajes (algunos con corbatas desiguales) y un ascensor que parecía más un robot que una estructura.

—Y ese de ahí ¿quién es? —pregunté, señalando una figura con el ceño fruncido.

—Tú, obvio —respondió con tranquilidad, dudaba que me viera tan desarreglado y malacaroso.

—Siempre me dibujas así de... ¿malhumorado?

—No es que seas malhumigado, es que tienes la cara apretada, como chupar limón. —Fruncí el ceño, lo que solo hizo que ella soltara una risita.

—Así, justo así. —Me giré hacia mi escritorio intentando ignorar la sonrisa que amenazaba con aparecer en mi rostro. Empuje mi cómodo sillón con ella y acerque una de las sillas del otro lado del escritorio para poder sentarme a trabajar.

—Solo por hoy, Olivia. No me distraigas.

—Nunca lo haría. Soy la jefa, ¿recuerdas?

Y así, sin que nadie la nombrara oficialmente, Olivia comenzó a aparecer más seguido.

Un día por semana, a veces dos. Emma intentaba disimularlo, pero era evidente que no siempre tenía con quién dejarla. Y aunque al principio fue… incómodo, poco a poco, la pequeña empezó a ganarse un espacio en la oficina.

Lo curioso fue cómo reaccionó el resto del personal.

Esperaba que los empleados de LuxeCorp, tan acostumbrados al profesionalismo extremo y la eficiencia se mostraran inconformes o enojados, pero no, realmente fue todo lo contrario.

La recepcionista empezó a guardar caramelos en el cajón "por si Olivia venía".
Uno de los técnicos de informática le enseñó a usar su tableta como pizarrón para dibujar.
y mi anterior asistente, (quien hasta entonces había sido una mujer agria, seria y estricta), comenzó a llevarle galletas caseras.

—Tiene un algo que no logro identificar —me dijo uno de los accionistas una vez en voz baja mientras miraba a Olivia correr por el pasillo principal con una capa improvisada hecha con mi chaqueta —No sé qué es, pero lo tiene. —Asentí, sin responder. Porque yo tampoco sabía qué era. Solo sabía que su presencia llenaba un espacio que ni siquiera me había dado cuenta que estaba vacío.

La rutina cambió.

De pronto, mis días ya no comenzaban solo con informes y juntas. Había dibujos pegados con cinta adhesiva en la parte interior de mi escritorio. Algunos eran horribles, otros, peores, pero no los quitaba, mi pared estaba perfectamente empapelados con ellos.

Y había preguntas, muchas preguntas de su parte, algunas las ignoraba, otras en cambio abrían heridas y charlas.

—¿Por qué tienes tantos papeles?
—¿Qué pasa si toco todos los botones del ascensor al mismo tiempo?
—¿Qué haces cuando estás solo aquí por la noche?

—¿Te gusta estar solo? —Esa pregunta me llegó a lo profundo del corazón.

—Estoy acostumbrado —le dije una tarde, sin mirarla.

—Eso no responde a mi pregunta. —Suspiré pesado.

—No lo sé, Olivia. A veces sí. A veces no.

—Yo creo que no te gusta. Pero no quieres decirlo porque eres grande y los grandes creen que tienen que ser fuertes todo el tiempo. —No respondí, porque tal vez ella tenía razón.




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