La Pequeña Jefa

09.

Para mí, ser mamá es una mezcla constante de amor, cansancio, miedo y ternura, es una carrera sin línea de meta, una lista de pendientes que nunca se termina y una responsabilidad que no te deja en paz ni cuando duermes, y cuando Olivia se enfermó esa semana, todo aquello que significaba ser mamá se multiplicó por cien mil.

La fiebre le había subido de golpe, una noche estaba correteando sin parar por el apartamento disfrazada de princesa ninja (algo que no entendía del todo, pero que según ella, el señor serio era como un ninja, y ella debía ser la princesa que lo salvara), durante la madrugada empecé a notarla un poco inquieta y molesta, pase casi toda la madrugada vigilandola, hasta que a la mañana siguiente vi que apenas podía abrir los ojos, tenía las mejillas encendidas, el cuerpo ardiendo, y una mirada tan apagada que me partió el corazón en mil pedazos.

—No quiero ir a la escuela, mami… —murmuró decaída cuando intente levantarla.

—No, amor, tranquila. Hoy no vas a ningún lado. —Llamé al trabajo de inmediato para avisar que no iría.

Sarah fue comprensiva y accedió a cubrirme, como siempre, ella sabía perfectamente cómo manejar la agenda y los deberes de Alexander, pude imaginarla organizando todo a toda velocidad para no dejar al señor serio sin su perfecta y sincronizada rutina. Por dentro, me sentí culpable, no me gustaba fallar con mis responsabilidades, pero en ese momento, solo podía pensar en una sola cosa, en mi hija.

Llame rápidamente al pediatra quien aseguró que solo era un resfrio fuerte, nada grave si se controlaba bien en casa, le mando algunas medicinas y reposo, pero igual, verla tan apagada me llenaba de malestar, odiaba verla mal, prefería mil veces enfermarme yo que ella. Me pasé toda la mañana con una mano en la frente de Olivia y otra en el termómetro, rezando para que la fiebre no siguiera subiendo.

A eso de las tres de la tarde, mientras intentaba que tomara un poco de sopa sin éxito, sonó mi teléfono, de reojo pude ver que era el número de la oficina, suspiré antes de contestar.

—¿Hola?

—Evans. —La voz de Alexander fue como un balde de agua fría, debía entregarle informes urgentes para la reunión del día siguiente. Era posible que me pusiera de patitas en la calle.

—Señor Monroe. Lo siento, de verdad. No pude organizar los informes para la junta de mañana, pero si me da un rato esta noche…

—No llame para eso. —Interrumpió. Me quedé en silencio esperando que continuara, al no hacerlo hable timidamente,

—¿Entonces?

—Sarah me dijo que su hija, Olivia, está enferma. —Tragué saliva un tanto aliviada.

—Si. Tiene fiebre, según el pediatra solo es un resfriado, estoy en casa cuidando de ella.

—¿Necesitas algo? —aquellas palabras me dejaron en shock, no parecía preguntar por obligación, se escuchaba realmente interesado en saber si Olivia necesitaba algo, se notaba mucho que quería a Olivia.

—No, estoy bien. Bueno, estamos bien, solo necesito que baje la fiebre y…ya.

—¿Tiene todo lo que necesita? —asentí mirando la mesa donde se encontraba todo lo que había corrido a comprar.

—Creo que sí. Compre medicamentos, líquidos, frutas… Todo lo que ella pueda necesitar para descansar mejor y mejorarse pronto.

—¿Tu has tenido un poco de descanso? —Me reí con cansancio, me sentía realmente agotada después de pasar la noche casi en vela.

—Eso es lo único que no tengo. —murmure en broma. Hubo un silencio breve del otro lado de la línea, podía escuchar solo algunas cosas moviéndose.

—Voy para allá. —mis ojos se abrieron de par en par.

—¿Qué? No, no… ¡No hace falta! —Grité asustada, mi aspecto no era el mejor para recibir a mi jefe.

—Emma. —Escuchar mi nombre dicho por él, sin la “señorita Evans”, sin el tono de oficina… me dejó muda. —Voy para allá —repitió y colgó.

Diez minutos después, estaba corriendo por la sala como una completa demente, recogiendo juguetes, tazas sucias, una media que Olivia había dejado colgada en el respaldo del sofá y que ahora me parecía una declaración de guerra contra la limpieza. Me miré en el espejo del baño, tenía ojeras, el cabello recogido en una trenza mal hecha y una mancha de sopa en la camiseta.

«Fantástico Emma, tu jefe, el señor perfección y amargura vendrá y te encontrará como una loca» pensé mientras buscaba una camiseta decente e intentaba amarrar mejor mi alborotado cabello.

Cuando Alexander llegó, llevaba en una mano una bolsa de supermercado y en la otra dos muñecos de peluche, su expresión facial era difícil de interpretar, estaba serio pero a mi me pareció más preocupado. Me hizo un gesto con los ojos y llena de vergüenza lo deje pasar a mi desorden. .

—No tenía que venir señor Monroe. —Murmuré.

—Traje cosas —dijo, como si eso explicara todo. Sacó de la bolsa una caja de jugo de naranja, termómetros digitales, una crema para frotar el pecho, algunos dulces, frutas y parches especiales para bajar la fiebre. Lo miré con los ojos muy abiertos cuando levantó la otra mano y me mostró abiertamente los peluches que traía.

—¿Peluches?

—Ella los llama “compañeros de fiebre”, ¿no? —Sonreí sin querer.




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