Si alguien me hubiese dicho un año atrás que iba a terminar compartiendo mis tardes en la oficina con una niña de cinco años que hablaba más que todo el departamento de finanzas junto, no lo habría creído ni por error, menos aún que empezaría a disfrutar esos momentos más de lo que disfrutaba una junta bien cerrada o un informe entregado antes de la fecha límite.
Pero Olivia… Olivia no era como nadie, era única, tan única que me asombraba.
Había llegado a mi vida como un huracán, dejando huella a su paso, con su mochila llena de crayones, su lógica, que a veces tenía más sentido que la de los adultos, sus extraños negocios brillantes y su forma de verme como si no fuera el hombre más horrible del edificio. Su mirada tierna parecía tener un rayos x instalado, uno con el que podía ver mi verdadero yo, ese oculto por la tristeza y la pérdida, ese que prefería ocultarse.
Esa mañana llegó con Emma, como casi siempre en las últimas semanas. Emma se disculpó por adelantado, como si no supiera que yo ya esperaba la voz de Olivia cada vez que se abría la puerta del ascensor.
—Hoy no la pude dejar con nadie —dijo, entrando con paso rápido—. No quise faltarle otra vez, así que la traje conmigo, va a portarse bien. ¿Cierto, Olivia? —La miró con los ojos bien abiertos.
—Obvio —dijo la niña, caminando por mi oficina como si fuera la suya e instalándose en su pequeña y rosa oficina improvisada dentro de la mía —Hoy voy a dibujar menos y a trabajar más. —Dejó su mochila en el pequeño escritorio rosa y se sentó como una gran empresaria en su nueva silla, con una caja de jugo en su mano.
—¿Y cómo se supone que “trabajas”? —pregunté desde mi escritorio, mientras me quitaba el abrigo.
—Voy a organizar tus papeles —mencionó, alzando la barbilla —Y voy a revisar los cajones secretos, “solo para ver que no tengan secretos” —susurro lo último con tanta gracia que quise reír a carcajadas. Emma le lanzó una mirada en plan “ni se te ocurra”, pero yo simplemente sonreí con los labios apretados.
—Solo si no cambias nada de lugar —advertí, dándole una mirada tranquilizadora a Emma.
—Lo juro. —Mentía, sabía perfectamente que mentía, pero no me importó demasiado.
La mañana pasó tranquila, yo tenía algunas reuniones cortas, nada pesado, por lo que recibi algunos trabajadores y futuros clientes en mi oficina, todas al entrar miraban sorprendidos el pequeño espacio rosa cerca al ventanal, pero nadie se atrevía a decir nada, mientras tanto, Olivia dibujaba en silencio (o tan en silencio como podía), mientras Emma trabajaba en la sala contigua. Cada tanto, Olivia me hacía preguntas:
—¿Por qué tienes dos lapiceros si solo usas uno?
—¿Tú también te aburres en las reuniones?
—¿Te gusta hacer negocios con las personas?
—¿Podemos comprar una empresa de felicidad?
—¿Los grandes se enojan en secreto o lo hacen como en las películas?
Respondía lo que podía, o lo que mejor me parecía, lo demás lo ignoraba con una media sonrisa.
En un momento, mientras revisaba una carpeta de informes, escuché que se acercaba a la estantería detrás de mi escritorio, una estantería en la que solo dejaba algunos recuerdos personales, como pequeños regalos, fotos y demás.
En medio de las fotos destacaba una en particular, una que cualquiera notaría de inmediato. No estaba enmarcada de forma lujosa, pero estaba un tanto aparte de las otras cosas, como escondida a propósito. Era una foto alegre, de una joven de cabello suelto y la sonrisa más bella que pudiera existir, en medio de una celebración, llevando la chaqueta deportiva de su hermano como recuerdo de un gran día y un gran logro.
Recordaba perfectamente aquel día, mi graduación, ella llegó sonriente, me abrazó con fuerza y bebimos sin control celebrando mi gran logro.
Mi hermana.
Levanté la mirada lentamente y me encontré a Olivia parada frente al estante, con el marco entre sus manos pequeñas. Sus ojos me miraban curiosos, sin miedo, sin vergüenza. No toqué aquella foto en muchos años, no hasta que vi a Olivia tomarla.
—¿Quién es ella? —preguntó Olivia, rompiendo el silencio con su infinita curiosidad.
—No deberías tocar eso —dije, sin llegar a ser duro, pero serio. Ella no la soltó.
—Es bonita —comentó, acariciando el borde del marco —Parece muy dulce y amable y tiene una chaqueta parecida a la de mamá.
Me levanté de la silla, me acerqué y le tomé la foto de las manos con suavidad para colocarla de nuevo en su lugar, sin decir nada durante unos segundos.
—¿Quién es? —volvió a preguntar, sin apartar la vista de mí. Tragué saliva pesadamente.
No estaba acostumbrado a hablar de ella. A veces, ni siquiera a pensar en ella. Lo que pasó, lo que dolió… todo lo guardé en mi interior, porque era más fácil. Porque no saber cómo hablarlo también se convirtió en costumbre.
—Era mi hermana —dije al fin.
Olivia se sentó en el sofá, con las piernas cruzadas, y esperó a que salieran las palabras de mi boca, palabras que eran difíciles.
—¿Dónde está? —me quedé mirándola con ternura, era difícil contar aquello, mucho más a una niña.
—Falleció hace varios años. —La frase salió dura, como si me costara usar aquella palabra en pasado.