Helios, el segundo mejor piloto de colosos en las Repúblicas, vivía a la sombra de Elior, el imparable. Desde que empezó su entrenamiento, siempre había destacado entre sus pares, demostrando una habilidad sin igual en el control de los poderosos colosos de guerra. Su destreza le había ganado respeto y reconocimiento, pero a pesar de sus méritos, siempre se encontraba un paso detrás de Elior. No importaba cuánto se esforzara, el joven héroe querubín parecía eclipsar todo lo que él lograba.
Elior, un querubín, había roto todas las expectativas y normas que la sociedad celestial había mantenido por siglos. Helios no entendía cómo era posible que alguien tan joven, y especialmente un querubín, hubiera superado su lugar predestinado. Para Helios, los querubines debían ocupar un rol inferior, acorde a su naturaleza: seres que debían ser protegidos y guiados por los ángeles, no seres que los desafiaran. En los tiempos antiguos, un querubín jamás habría podido enfrentarse a un ángel, ni mucho menos destacarse sobre ellos en el campo de batalla. Era inconcebible para él.
Elior no solo había roto con esa tradición, sino que ahora caminaba sobre un camino que lo distanciaba de lo que significaba ser un querubín. Y eso irritaba profundamente a Helios. ¿Cómo podía alguien tan joven, con tan poca experiencia en la vida, desafiar no solo las normas, sino también a los ángeles? Helios había aprendido desde joven que los querubines debían respetar su lugar, y aunque las guerras recientes habían cambiado muchas cosas, algunas tradiciones aún resonaban en su mente.
Cuando se le asignó la misión de encontrar y apoyar a Elior en su viaje, Helios sintió una mezcla de emociones. Por un lado, había admirado las hazañas de Elior en el campo de batalla; su brutalidad y talento lo habían hecho digno de respeto. Por otro lado, sentía un rencor profundo y oculto hacia él. No era solo la cuestión de ser el segundo mejor piloto de colosos, sino algo más personal: Elior representaba una ruptura con las viejas costumbres que Helios había abrazado toda su vida. Si hubiera sido hace cientos de años, un querubín jamás podría desafiar a un ángel, y aunque ahora las cosas eran distintas, Helios no podía sacarse esa idea de la cabeza.
Lo peor de todo era que, debido a la naturaleza sagrada de los querubines, un ángel no podía hacerles daño, ni siquiera castigar a uno, sin romper un tabú ancestral. Esto dejaba a Helios en una posición incómoda. Como ángel, sentía la necesidad de guiar y proteger a Elior, pero también se sentía impotente ante la imposibilidad de corregir lo que, en su mente, veía como una desviación del orden natural.
A medida que viajaba en busca de Elior, esas emociones se revolvían dentro de él. Helios no podía evitar pensar en lo que hubiera sido si Elior no existiera. Tal vez él sería el héroe de las Repúblicas, el más admirado y venerado. Tal vez las Repúblicas no estarían tan desestabilizadas por la partida de Elior, y él habría sido el piloto perfecto para restaurar la paz. Sin embargo, cada vez que sus pensamientos se volvían hacia el resentimiento, también recordaba las incontables veces que había visto a Elior en el campo de batalla, luchando con una intensidad y determinación que ningún otro guerrero podría igualar.
Elior, con todas sus fallas y su naturaleza impredecible, seguía siendo un prodigio. Helios no podía ignorar eso, por más que quisiera. Y aun así, cada vez que pensaba en encontrarse con él, la frustración crecía dentro de él. ¿Cómo debía tratarlo? No podía verlo como a un igual, pero tampoco podía imponerle el respeto que él consideraba necesario, no sin violar las leyes no escritas que protegían a los querubines.
La tensión en su interior crecía a medida que su búsqueda avanzaba. Sabía que tarde o temprano tendría que confrontar estos sentimientos. ¿Lo apoyaría con sinceridad cuando lo encontrara? ¿O el resentimiento acabaría por consumirlo? Helios no lo sabía. Solo tenía claro que, de una forma u otra, tendría que enfrentarse no solo a Elior, sino también a sus propios prejuicios y creencias. El viaje no solo lo llevaría al reencuentro con el héroe, sino también al umbral de sus propios límites emocionales y morales.
Helios continuaba su misión, buscando al joven héroe que tanto admiraba y despreciaba a la vez, con la esperanza de que, al final del camino, encontraría no solo a Elior, sino también una respuesta a sus propios dilemas internos.
El invictus, el imponente coloso de Elior, se detenía por primera vez en semanas, sus mecanismos rechinando al desacelerar mientras se asentaba junto a un tranquilo lago rodeado de altos árboles. Elior, que había pasado tanto tiempo recluido en su cabina, observó el paisaje desde la ventana. La calma del lugar lo envolvió, y por primera vez en lo que parecían eones, sintió que podría bajar la guardia.
Mientras Elior se preparaba para salir del invictus, detrás de él, a una distancia prudente, el convoy de Helios se detuvo. Habían seguido a Elior durante días, sin intervención, conscientes de que cualquier intento de apresurarlo podía terminar mal. Helios sabía que su única opción era ser paciente. Sin embargo, su frustración crecía con cada día que pasaba sin una respuesta directa de Elior.
Los ángeles y serafines que componían el convoy rápidamente comenzaron a establecer un campamento cerca del lago, levantando carpas y encendiendo fogatas. Sabían que Elior no tardaría en salir, y aunque estaban allí para traerlo de regreso, también entendían que no podían forzarlo. En su lugar, decidieron preparar un banquete, esperando que la comida pudiera ser un puente para acercarse al héroe imparable.
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Editado: 18.11.2024