La Perla I: Por deber

Capítulo 2

Era más del mediodía cuando Joseph la vio. A lo lejos logró reconocerla, lo primero que distinguió fue su trenza saltando de un lado a otro mientras cabalgaba. Él había salido a realizar una breve inspección en la colina donde pastaba el ganado. Le habían rumoreado que las vacas no estaban siendo bien alimentadas, así que era mejor cerciorarse. Estaba ya por irse cuando ella apareció. Se quedó quieto mirándola y casi sin querer recordó la primera vez que la vio cuando ella regresó a La Perla. 

Vio a una joven no muy bien vestida revoloteando furiosa entre sus tierras, mirando todo con rabia acumulada. Se le acercó molesto seguido de sus capataces, ¿quién se creía esa mujer para meterse en sus tierras? Luego de pensarlo bien supo que quizá esa era la principal razón por la que ahora ella seguía siendo tan agresiva en su presencia. Cuando se acercó casi ni lo pensó, le dijo las peores cosas que se le ocurrieron. Que era una bandida, una cualquiera, ladrona, una intrusa. No la había reconocido en medio de su molestia.

—¡Cierre la boca miserable! —le gritó Jennifer aquella vez—. ¡Esta tierra es de mi padre! ¡Usted le robó! ¡Usted y ese padre estafador que tiene le robaron! ¡Hasta estas vacas son mías! —lo supo entonces, ella era la heredera Deschain. Reconoció pronto sus rasgos y calló. Se disculpó por haber maltratado a una dama, le dijo que también apreciaba sus tierras y su trabajo, que detestaba a los invasores y perdió el control. Pero ella no entendió razones, lo mandó al demonio y amenazó diciendo haría justicia en recuperar su patrimonio.

Y desde entonces no había día en que Jennifer no se paseara por sus tierras, él que siempre odió a los intrusos, a ella simplemente la dejaba hacerlo. No lo entendía, pero si en un primer momento le pareció vulgar, ahora cada vez que la veía solo lograba quedarse observándola con una sonrisa. Tan hermosa, fuerte, aguerrida, toda una amazona indomable. No quería domarla como algunos pensaban. No quería tenerla como una posesión más. No entendía qué le pasaba con ella, porque de todas las mujeres a las que pudo adorar su corazón escogió justo a aquella que tanto lo despreciaba. 

No sabía cómo hacerle entender que no quería hacerle daño, que honrar el pacto para él era un placer, que le quería devolver todo lo que fue suyo, que él no era como su padre, que no la haría sufrir nunca. Pero ella no escuchaba y él no sabía cómo expresarse, nunca entendió de esas cosas, nunca pudo. La alegría nadie se la supo enseñar y él no sabía como amar, aunque lo intentaba de la forma en que creía se tenía que hacer y eso no hacía más que irritarla.

Jennifer pasó cerca de él, lo miró y movió un poco la cabeza en señal de saludo. Él la saludó también, sabía que tenía que hablarle, detenerla, hacer algo para pasar un momento con ella y conversar en son de paz. Tenía un nudo en la garganta, no sabía como empezar a hablarle sin que lo mande al demonio.

—Jennifer —la llamó al fin. Ella detuvo a su yegua y giró—, ¿podemos hablar un momento?

—Bien —se acercó un poco aunque de mala gana. Tenía los cabellos desordenados, sudor en su frente y las mejillas rojas del calor y el sol. Pero por todos los cielos, ¡se veía tan hermosa así! Tragó saliva. ¿Acaso ella no se daba cuenta como lo ponía? ¿Cómo lograba dejarlo sin habla?—. Dígame, novio —dijo irritada—, ¿qué quiere ahora?

—Solo...—respiró hondo—. ¿Podemos hablar sin discutir? Nada más.

—¿Y de qué exactamente?

—Nos vamos a casar pronto y hasta ahora no hemos hecho más que discutir.

—Casarnos porque usted insiste, no porque yo quiera. Y porque siempre cumplo mi palabra, más aún honro la de mi padre.

—Para mí, aunque usted no pueda creerme, este matrimonio no es una obligación.

—Pues para mí si, y creí que era bastante claro.

—No podemos vivir discutiendo, Jennifer. Tenemos toda una vida por delante juntos y seguir con esto no nos hará felices.

—Me parece que usted no está entendiendo algo bastante importante. Yo no solo no lo amo, no tengo el más mínimo aprecio por usted. Lo detesto. No lo respeto, no quiero, no lo intento y no lo haré jamás.

—No he hecho nada para merecer ese desprecio, Jennifer.

—¿Perdón? —dijo indignada—. ¿No ha hecho nada? ¡Su padre le robó al mío! ¡Su asqueroso padre y otros de su ralea le inventaron deudas inexistentes, mancharon su honor! Su maldito padre que fue el mejor amigo del mío, no solo le robó, sino que probablemente le causó la muerte.




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