Sentía que se estaba ahogando. Nunca antes las ganas de huir, de correr y correr hasta que ya no pueda más habían sido tan fuertes. Montaba despacio a Diamante, a su derecha estaba Joseph también montando su hermoso corcel, y a la izquierda la tía Cordelia también montando un caballo, aunque apenas sabía sostenerse.
Al principio Jennifer se había concentrado en verla de costado y en sentirse indignada de que una hija y hermana de hacendados no sepa montar un caballo como corresponde, ni siquiera para un paseo casual. Luego la dejó de lado y solo siguió tratando de olvidar la situación en que se encontraba. Los días habían pasado desde que se ausentó del almuerzo entre los tres y su tía se la había pasado planeando cosas para que pasen el tiempo juntos. Se las había ideado bien para evitarlas, pero ya no encontró una excusa para eso.
Así que ahí estaba, domingo después del mediodía, paseando por el centro del pueblo junto con Joseph y tía Cordelia. Estuvieron dando vueltas por ahí, tomando aire fresco en el campo y ahora tocaba ir al pueblo para la hora del almuerzo. Vestía elegantísima, había intentado no hacer un escándalo por tener que vestirse con la ropa de montar importada que le regaló Joseph, pero había insistido en usar uno de los sombreros finos de su madre que a pesar de la antigüedad le quedaba perfecto. Y Jennifer sentía que esa ropa la estaba matando. Se veía tan preciosa, tan señorita de su clase, tan futura señora Morgan que le daban nauseas. Sentía deseos de arrancársela y huir. Era extraño, porque era la primera vez que el malestar mental se le contagiaba a lo físico.
Intentaba seguir las conversaciones casuales de Joseph y su tía al menos para responder con monosílabos, pero ya no podía más. En verdad se estaba asfixiando, le costaba respirar, le dolía el pecho, sentía una punzada en la cabeza. No aguantaba, en serio que no, estaba segura que iba a desmayarse en cualquier momento y caería de Diamante sin que nadie la pueda ayudar a tiempo. No podía concebir que sus días serían iguales dentro de poco, que pronto pasaría domingos enteros al lado de esos dos, vistiendo así, aguantando esa rutina. Una parte de ella, la que aún no se estaba asfixiando, no podía creer como es que ambos estaban tan contentos conversando, como pretendían que todo estaba bien y normal, como no se daban cuenta lo infeliz que la hacían. O quizá si lo sabían pero no les importaba, eso era mucho más lógico.
Entonces elevó la mirada, dejó de mirar al piso y empezó a concentrarse en la gente alrededor, quizá así conseguiría sentirse mejor. Y ahí estaba, el escape. Un refugio. Quizá él llevaba buen rato observándola, si era así no se había dado cuenta antes. Pero ahí estaba y la miraba fijamente. No podría precisar quien fue el primero en sonreír, fue casi al mismo tiempo. Orlando y Jennifer se sonrieron a la vez. Ella no entendía por qué ver de pronto a ese desvergonzado que se había metido a asaltar su casa, y que ahora no podía sacar de su cabeza, la había hecho sentir bien de pronto.
En aquellos días mientras estaba en su cama o simplemente mirando por la ventana, cerraba los ojos y evocaba el recuerdo de su encuentro en aquel lugar cerca al río. Hacía mucho tiempo que no se había sentido tan sola y mal consigo misma que pensó nada iba a poder aliviarla, pero llegó él y la calmó, le dio el alivio que necesitaba. Cerraba los ojos varias veces al día y se llevaba con gesto soñador la mano a la mejilla. Sonreía sin darse cuenta, sus mejillas se teñían de rojo y un suspiro escapaba cuando recordaba la forma en que Orlando acarició su mejilla y secó sus lágrimas.
Orlando la saludó discretamente con una mano, ella sintió deseos de hacer lo mismo, pero rodeada como estaba apenas si pudo asentir levemente con la cabeza, hasta que pasaron por el lugar donde él estaba y quedó fuera de su vista. La tentación de volver la cabeza hacia él fue atroz, apretó fuerte las riendas de Diamante y finalmente logró resistir. Un detalle. Algo que la dejaría intranquila luego. Al girar levemente a la izquierda vio la mirada fija de su tía en ella. Era severa y lo decía todo. "Ella se dio cuenta", pensó Jennifer asustada.
—Podemos parar aquí —sugirió Joseph—, quizá a las damas les gustaría hacer unas compras antes de almorzar.
—Yo iré un momento a la iglesia —dijo tía Cordelia—. ¿Me acompañas, Jennifer?
—No —respondió despacio—, iré un momento a la tienda del señor Gaunt, he escuchado que ha traído novedades de la ciudad.
—¡Oh claro querida! Ve, las compras siempre distraen a uno.
—Compra lo que quieras Jennifer, por mi no hay problema, puedes colocarlo en mi cuenta.
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Editado: 08.01.2020