Beaumont
Era un buen trabajo después de todo, Steve no podía quejarse. Salir de La Perla había sido la peor experiencia que tuvo jamás, incluso peor que el dolor del disparo en su miembro. Ese era su hogar, maldita sea. No iba a decir con ese sentimentalismo falso que amaba su pueblo, no era exactamente así. Pero fue hijo de un rico hacendado y se sintió dueño del mundo, o al menos dueño de su pequeño mundo que se establecía en los límites de aquel pueblo llamado La Perla.
Siempre hizo lo que le vino en gana, así fue criado. Tomó y destrozó sin miedo, sabiendo que hiciera lo que hiciera saldría siempre impune, que su padre siempre lo protegería y que cuando este se vaya sería él mismo quien se encargaría que todos sus caprichos se cumplan sin tener consecuencias.
Pero claro, tuvo que meterse con esa puta Deschain, ahí fue que empezó la cagada de su vida. Nunca debió tocarla, por más que se lo mereciera. Ya Steve lo tenía claro, si hubiera guardado la venganza para después o de otra forma, las cosas serían diferentes. Él seguiría siendo un príncipe en La Perla, su padre seguiría vivo y él heredero de una próspera hacienda. La cagó, no había más vueltas que darle, la cagó monumentalmente ese día.
Pero vamos, no todo había sido su culpa. Esa gente de mierda apellidada Deschain y su jodido honor. Su padre tomó todas las precauciones para ganar y todo se le fue de las manos, acabó muerto. Y luego el hijo de puta de Morgan quien movió todos sus contactos para joder a su familia y quitarles la hacienda. No lograba olvidar su sonrisa aquel día cuando los sacó como ratas de su casa y destrozó todo lo que les pertenecía.
Maldita sea la hora en que se metió con Jennifer Deschain, ahí empezó toda la desgracia. Solo que a pesar de todo lo malo que ocasionó aquello, Steve estaba seguro que valió la pena. Recordar el rostro lleno de terror de Jennifer, el dolor y sus suplicas, revivir todo el tormento que le había hecho pasar y estar seguro que le había dejado un terrible trauma para toda la vida lo hacía sentir bastante bien y satisfecho. Lo hecho, hecho estaba. Los Reynolds no la habían pasado muy bien desde que se fueron de La Perla, pero su madre consiguió un taller de costura y él un buen trabajo, pronto todos estarían muy bien. Pero Jennifer no, Jennifer jamás estaría bien, y si tuviera la oportunidad de prolongar su sufrimiento lo haría sin dudarlo.
Steve encendió un cigarrillo, estaba haciendo algo de frío, cosa rara en esa parte del país. Claro que era un buen trabajo. Salir de La Perla había sido duro, pasar días en ese aburrido pueblo de Virginia aún peor. Solo cuando decidieron mudarse a Washington las cosas se pusieron siquiera un poco más entretenidas. Habían tabernas, fiestas, más dinero al alcance de la mano gracias al taller de costura. Y aunque al principio los tipos duros intentaban agarrarlo de imbécil por ser un pueblerino del oeste, pronto Steve supo cómo hacerles frente.
Él podía ser bastante mierda cuando se lo proponía, para muestra Jennifer y la otra mujer llamada Elena. Así que cuando su madre le dijo le había conseguido un trabajo por poco la manda a volar. Steve no conocía el significado de la palabra trabajo. Algunas veces intentó poner atención a los asuntos de la hacienda, pero en verdad nunca le importó mucho. Nunca hizo ningún tipo de trabajo en la hacienda y el que ahora le propongan un empleo le parecía bastante degradante.
Aún así aceptó ir a ver a ese hombre, Aaron McKitrick. Varias veces había escuchado hablar de ese importante político en la capital, alguien bastante influyente y con negocios en todo el país. No le vendría mal dinero extra, escucharía qué clase de trabajo tenía para él y lo pensaría bien. Y vaya que el tipo era rico, Steve se convenció desde que puso los pies en esa mansión que apenas acababa de conocer el significado de la palabra "lujo". Todo elegante, soberbio, denotaba riqueza por donde se viera. El señor McKitrick era un tipo mayor, pero tenía una esposa que estaba para lamerse los dedos. Una exquisita mujer llamada Charice a quien no se cansaba de mirar.
La propuesta de Aaron era interesante. Ser una especie de guardaespaldas para su esposa de vez en cuando, y llevar de su parte ciertos "recados". Por más rico que fuera cualquier imbécil que le pidiera ser su recadero se merecía una paliza. Pero vaya, qué bien pagaba por esos "recados" que en su mayoría incluían uno que otro golpe y a veces un disparo. Descubrió que no era el único del equipo de "recaderos" de Aaron McKitrick, habían otros con una pinta de peligro por donde se le viera. Le dieron ropa adecuada, armas, un adelanto de la paga. Y claro que aceptó, ese era el trabajo perfecto para él. Uno donde pudiera aterrorizar gente y hacerse el duro. A veces iba solo, a veces con otros de los guardias personales de aquel hombre.
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Editado: 08.01.2020