La Perla I: Por deber

Capítulo 50

Chicago, hace cuatro años

La había observado durante buen rato. Era una dama joven y bella, de esas que es muy fácil seducir. 

Bert y él acababan de llevar a cabo el robo de sus vidas, algo que los dejó sin tener que trabajar por buen tiempo. Dos bancos, una joyería en Texas. Ahora se habían ido bastante lejos para evitar que les den caza, y claro, pasarla bien. Habían hablado mucho sobre si era hora de sentar cabeza de una buena vez. Comprar unas casas, conocer gente, quizá hasta buscar matrimonio. Bert siempre hablaba de eso, de buscar una buena heredera que también le asegurara el futuro. 

Con este último asalto tenían suficiente para vivir bien bastante tiempo, invertirlo y no tener que volver a asaltar en su vida. Bert hasta ya estaba cortejando a una señorita joven y soltera según le había comentado. Se llamaba Amelie, y Orlando había notado que no estaba tan entusiasmado con la chiquilla, solo le había parecido una buena opción si de casarse se trataba.

Claro, Bert no estaba tan interesado en la muchacha a quien ni conocía. En cambio él no solo estaba interesado, estaba decidido. Aquella mujer tenía que ser suya sea como sea. La vio una tarde mientras entraba a un café del centro de Chicago junto con otras damas mayores, él estaba justo al frente a punto de cruzar la acera. Ella lo miró, él también. Se miraron a los ojos un instante, la mujer le sonrió y entró al café. Vaya. Aunque no era la primera vez que una dama de la gran sociedad lo miraba coqueta esta había sido de lejos la que más lo había atraído. 

Aquel día tenía que encontrarse con Bert para tratar un asunto, así que no pudo quedarse mucho tiempo por ahí para buscar a su nuevo objetivo. Una parte de él estaba seguro que la volvería a ver, después de todo ese café estaba bastante de moda entre las damas de la sociedad de Chicago.

Al día siguiente volvió y claro que la vio. Y ella también, sonrió como el día anterior y no apartó la mirada de él. Esa vez no perdió el tiempo y entró al café, pidió algo para él en la mesa más cercana posible a donde estaba con aquellas mujeres. Fue así que escuchó que se llamaba Charice. Y no solo eso, los camareros la conocían y le llamaban "señora". Una de sus amigas le preguntó por la salud de su esposo. Aunque no escuchó el apellido de Charice le bastó con esa información. Charice era una mujer casada, mejor aún. 

Siempre le habían gustado las mujeres casadas jóvenes, las maduras también. Era más fácil seducirlas, la mayoría del tiempo eran damas casadas con hombres mayores que no las satisfacían o con hombres que las descuidaban por completo. Esa clase de damas siempre estaban dispuestas a experimentar y aprender a disfrutar el sexo de verdad. Eran perfectas.

Durante varios días procuró ir al café donde Charice iba, esperando la oportunidad para acercarse. A veces aparecía, a veces no, pero siempre acompañada. Y un día apareció sola, afuera la esperaba un sirviente con unas bolsas de compras, se sentó y pidió un café. Era la oportunidad perfecta. La mujer le encantaba, lo traía loco en realidad. Durante las veces que había entrado siguiéndola al café había notado que no le era indiferente, que también lo miraba y le sonreía disimuladamente. 

Le encantaba su elegancia natural, su ropa, su aire de grandeza, tan fina y delicada siempre, cuidando su postura. Moría por hacerle perder el control, por tenerla sobre él moviéndose frenética, por escuchar sus gemidos. Por supuesto, fue él quien dio el primer paso. Se paró y caminó firme hacia ella. Charice ya lo había notado y lo miraba fijo mientras se acercaba.

Vaya dijo ella con una sonrisa—, hasta que al fin se atreve a venir por mí. Creí que iba a tener que ser yo quien mande a buscarlo dio un sorbo a su café. Él controló su risa. Eso era mejor de lo que esperaba—. ¿Puedo saber su nombre, señor?

Collins, Orlando Collins dijo su nombre falso, al menos el que estaba usando de momento en Chicago.

Charice le dijo sin mencionar su apellido. Y la verdad eso no le interesaba mucho. Lo que sí le interesó fue que ella tendió su mano para que la bese. No perdió el tiempo, la tomó despacio y la besó prolongadamente. Tenía una piel muy suave y su muñeca olía a un perfume delicioso. Le enloquecía la idea de imaginar que esa mujer tan fina iba a ser suya—. Puede sentarse, señor Collins. Lo estaba esperando.

Dígame solo Orlando, Charice.




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