La Perla Ii: Por libertad

Capítulo 11

Washington, tiempo atrás.

"¿Qué he hecho?", se dijo Susan otra vez. Estaba asustada, no tenía idea de qué iba a pasar. Llevaba más de una semana con ese malestar hasta que decidió ponerse a sacar cuentas. ¿Cuándo fue su último periodo? Hace más de un mes, casi dos. Casi dos meses sin el periodo, y ahora tenía esas nauseas infernales. Aunque una parte de ella no quería aceptarlo, la parte racional le dijo que lo lógico era que hubiera quedado embarazada. Iba a tener un hijo de Roland Deschain y no sabía cómo sentirse.

Según lo pactado en dos meses se iba a casar con el prometido que su padre había escogido para ella. A Ralph lo conocía de toda la vida, sus padres eran socios y acordaron ese matrimonio hace varios años. Nunca le gustó ni le desagradó Ralph, le parecía un buen hombre para tener un matrimonio, nada más. No era un mal hombre, ni patán, ni nada, hasta creyó que quizá cuando se case podría ser feliz con él. Formar una familia, ser una dama de sociedad, darle hijos, esas cosas. Lo normal, sin nada de emoción.

Hasta que Roland llegó a su vida. Un hombre del oeste, y se notaba. Lo vio a lo lejos y se sonrojó. Alto, guapo, arrebatado, atrevido. El corazón le palpitó como nunca cuando sin importarle la presencia de su prometido, el hombre la invitó a bailar. Y a ella tampoco le importó nada Ralph, solo quería estar cerca del otro. 

Ya había escuchado hablar de él antes en un té de la tarde. Decían que hace una semana había llegado a Washington un hombre del oeste llamado Roland Deschain, de Mejis. Nadie sabía exactamente donde estaba ese lugar, por Texas quizá, o más allá, ni siquiera sabían que existía. La cuestión era que Roland fue en representación de su familia para formar nuevas alianzas comerciales, además se decía que tenía unas tierras en otro pueblo llamado La Perla del que nadie tenía idea. Claro, eso era lo básico, lo que hablaban de Roland era otra cosa.

Las mujeres se sonrojaban al hablar de él, de describir lo atractivo que era, lo salvaje que parecía, y como a pesar de su acento campesino y de no tener nada de clase no temía a nada, y que nadie se atrevía a desafiarlo con la mirada pues intimidaba hasta al más rico. Aunque lo decían escandalizadas, sabía que esa cosa aguerrida y salvaje del oeste atraía a muchas. 

Susan se preguntaba cómo era él, si quizá lo conocería y si él notaría que existía. Se sabía bonita, no se cansaban de decírselo, pero ella no creía tener lo necesario para cautivar a un hombre así. No era seductora, solo sonreía de vez en cuando. La verdad se creía bastante frágil y en exceso educada, cosas que a muchos hombres les podían parecer tediosas.

Pero Roland sí se fijó. En realidad no tuvo la intención de acercarse a nadie pues tenía una prometida con quien se casaría en un año. Al igual que Susan, él también conocía de toda la vida a quien sería su esposa. Solo que esa muchacha tan bella apareció ante sus ojos sin intención de seducirlo, y así le gustó más. Sabía bien que no era correcto, Susan se iba a casar, él también. Ambos lo sabían, pero aún así buscaban la manera de frecuentarse. Él aparecía en las mismas fiestas que ella, a veces sin ser invitado. Y ella iba al mismo café a la misma hora para que la encontrara. Era una completa locura, sabían que no podía ser.

Ella sabía que su padre jamás iba a aceptar a Roland, que lo despreciaba en realidad. Lo escuchó hablar una vez con otros socios de él y eso casi la hace llorar. Decía que si, Roland y su familia eran casi tan ricos como él, pero eran una sarta de escoria, poca cosa, salvajes sin educación. Que el dinero no hace a la persona, y que a ese hombre ni todo el dinero del mundo le serviría para ser alguien digno de hablarle. 

Susan no lo creía así, para ella Roland era el mejor hombre del mundo. Lo escuchaba hablar embelesada de sus tierras, de los campos, de los caballos. De su numerosa familia y de lo mucho que los amaba, en especial a Robert, el mejor pistolero del oeste, y hasta a su hermanita Cordelia, que Dios lo perdone pero qué insoportable se había puesto la niña, debía de ser la edad. Roland era un hombre honesto, íntegro, sincero, sin temor a decir lo que pensaba y a enfrentar todas las consecuencias de sus actos. Nunca se había sentido tan fascinada por nadie, estaba admirada por él. Quizá ya enamorada.

Y él sabía que no tenía que seguir acercándose a la bella niña rica. Por Dios, pero qué cosa más bella era Susan. Fina, con una excelente educación, hablaba como cuatro idiomas, sabía leer, escribir, sacar cuentas, sabía muchas cosas finas, cosas que a él allá en su pueblo nunca le habían importado. A él también le gustaba escucharla hablar de Europa, de arte, de historia. Le gustaba verla, tan delicada, suave, elegante. Nunca había conocido a una mujer así, y las que conoció de su clase o bien lo miraban como si fuera un apestado, o como si quisieran una aventura y nada más. 




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