La Pianista Del Diablo

Perdida (Parte 2)

Esa noche Ileana esperó paciente, tranquila, inmóvil, y sin vida en el cuartel de la policía donde permanecía mirando a la nada vestida con la chaqueta que un hombre de negro le regaló. Las personas a su alrededor la observaban con expresiones penosas y lastimeras, murmurando entre sí las desgracias por las que la pequeña niña había vivido, sin percatarse siquiera, que sus voces era lo suficientemente altas como para que los oyera.

Con cada palabra salida de los labios de los desconocidos, la pequeña revivía los sucesos, pasando una y otra vez por la martirizante desesperación. Escuchando una y otra vez los gritos de su madre cruzando el baile de las rojas llamas, y el chasquido de la madera quemándose. Viendo una y otra vez a su padre siendo golpeado sin piedad por esos monstruos vestidos de personas. Culpándose. Sintiendo el filo de un cuchillo en su estómago. Sufriendo en silencio. Perdiéndose en sí misma.

Su rostro pálido y sus ojos fijos en la nada comenzaron a causarle temor a quienes la veían. Los que hablaban de forma lastimera a sus espaldas, pronto se retiraron al sentirse incómodos con la presencia de la niña cuyo cuerpo parecía el de una muñeca abandona. Sucia y sin vida. Los policías que buscaban a los responsables, no se atrevían a acercárseles para así interrogarla, de hecho, ninguno de ellos se tomaba la molestia de dar la idea en voz alta. Todos estaban temerosos sin saber la razón.

El ambiente fue cambiando de un momento a otro. Una ola de tensión inundó el espacio, un silencio que nadie estaba dispuesto a cortar y ponerle final, los pesados movimientos de las personas en un intento de realizar las acciones más lentas para que nadie se percatara de ellas. El aura de la niña lo había cambiado todo.

Ileana, quien había perdido lo poco y tanto que había tenido en nada más que una noche, lloraba. Pero no lloraba a gritos, no hipaba, no se movía. Era una estatua de porcelana tan hermosa y triste a la vez, que derramaba gotas y gotas de lágrimas formando un brillante hilo líquido que bajaba hasta su barbilla. Y quienes la vieron, sintieron en ellos mismo el dolor por el que la infanta sufría. Un sentimiento tan ligero y a la vez tan desgarrador que logró traspasar los corazones de los demás arañando sin prisa las paredes de estos.

El primer sollozo fue el detonante para muchos otros que lo seguirían sin miedo a quebrar el silencio que antes no deseaban dañar. Un sollozo que no pertenecía a Ileana, sino a un pobre hombre harapiento que había entrado con la intención de pedir limosna. Aquel hombre que se rompió en llanto desesperado por una pérdida que nunca fue de él.

La sala se había quebrado por completo, no existía persona dentro de esas paredes que pudiera evitar la ola desesperante de tristeza que había lanzado la niña ensimismada en un mundo lejano al real. Atrapada en un laberinto sin salida. Un laberinto oscuro y alto que se levantaba ante ella mostrándole la superioridad de la desesperación, haciéndole notar que de ahí no saldría jamás.

Con pasos débiles, sin percatarse de la situación a su alrededor, ignorando a aquellos que se habían adentrado en los sentimientos de Ileana sin poder evitarlo, caminó a través de sus cuerpos hasta la salida del cuartel de policía. Pero, por alguna razón, no sentía que hubiera salido, no sentía que al fin había escapado de las trágicas penurias de la noche pasada. Tampoco lograba respirar adecuadamente, se estaba ahogando en su propia miseria.

Con sus manos echas puño y su miraba nublada por las lágrimas, emprendió rumbo por las desoladas calles. Corriendo iracunda por entre la gente que se quejaba al chocar con su diminuta figura para luego sentir culpa y tanto pesar que terminaban soltaban sollozos tras sollozos. Los sentimientos de Ileana se estaban desbordando hacia todo aquel que la miraba o tocaba. Cualquiera que se percatara de su presencia era aplastado por la barrera de penumbra que se había formado a su alrededor.

Las palabras y frases de los demás formaban remolinos en torno a las imágenes que amenazaban con no desaparecer. Su madre había muerto, había sido consumida hasta las cenizas por el fuego. Y su padre, en quién solía buscar protección, también se encontraba muerto, asesinado con dos balas atravesando su cráneo. Incluso muerto, había escuchado Ileana, aquellos monstruos lo siguieron golpeando hasta desfigurar por completo su rostro.

Toda esa información lanzada a sus oídos, sin tacto, estaban provocando que la desolada niña sintiera que su existencia se iba consumiendo entre los recuerdos de la noche, atrapada en un torbellino de gritos y desesperación.

Sus humedecidas mejillas se iban secando acorde el viento iba colisionando con ellas. Pero ese mismo viento no era capaz de abrirse paso por las fosas nasales de Ileana, así que, sin más, paró su rápido andar. Reclinando sus rodillas, bajando lo más que podía con su rostro mirando el asfalto, y sus brazos rodeando su pecho en busca de calor, daba bocanadas de aire con ojos desorbitados.



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En el texto hay: escenas explicitas de violencia.

Editado: 05.12.2020

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