La Pianista Del Diablo

Una Mentira a la Vez

Antes de que anocheciera, pero después del atardecer, cuando el sol ya se hubiera ocultado en el horizonte, pero su estela aún no se extinguiera por completo del firmamento, un hombre alto, de apariencia anticuada que, sin embargo, era poseedor de un atractivo sin igual, atravesaba el umbral de la puerta principal de nuestro agraciado y bien conocido burdel. Y, al igual que días anteriores, las mujeres sin excepción lo esperaban impacientes sólo para admirarlo mientras practicaba su piano, aún sabiendo que bastaba un par de minutos para que Madame Annette las corriera del primer piso.

Las jóvenes que hace una semana armaban el jaleo cotidiano contra el tiempo, que luchaban por no soltar sus cálidas sábanas y se reñían entre ellas al quedarles poco tiempo para maquillar sus rostros, peinar sus cabellos y perfumar sus cuerpos, eran ahora risueñas, vivaces y responsables con sus horarios. Todo esto debido a la llegada del nuevo pianista.

Y esto no sólo afectaba a las chicas, sino también a la Madame que en vez de gritarles y regañarlas con tal de que estuvieran listas a la hora, en la actualidad, las perseguía y vigilaba con el fin de que ocuparan su descanso lejos del codiciado pianista. Era una mujer egoísta no dispuesta a dejarle el camino libre a cualquiera de esas chicas que intentaban llamar la atención del hombre revoloteando a su alrededor. Así, en el intervalo entre la llegada del galán y la apertura del burdel, se la pasaba correteando a las mujeres en los pisos superiores con el piano de fondo.

Ese día, el séptimo desde el arribo del ya mencionado, cuando la dueña del burdel subía las escaleras tras el grupo de muchachas que no se daban por vencidas, Feraud tocó unas cuantas teclas al azar antes de asegurarse de la ausencia de las féminas. Luego, riendo para sus adentros comenzó con su habitual interpretación.

- ¿Piensas estar ahí todo el tiempo… otra vez? – dijo sin apartar sus dedos de las teclas del piano. – Ya no hay más personas que nosotros dos.

Seguía sin recibir respuesta, sin embargo, no tenía duda alguna que esa pequeña presencia se encontraba rodeando sus piernas con sus brazos entre el costado del piano y la pared, en ese oscuro espacio tan diminuto que sólo una niña de ojos grises y cabello rojo pudiera esconderse.

Era tanta la necesidad de escuchar el piano con total atención, que Ileana no dudó desde el día siguiente a la primera visita del pianista, en escabullirse entre el caos que las chicas armaban. No obstante, no contaba con el hecho de que Feraud se enterara en algún momento.

Aquel hombre era de pocas palabras y muy escasas veces encontraba razones para reír, su vida era monótona e incolora, pero había algo en la niña que le llamaba profundamente la atención. No tenía claro si se trataba de su belleza sin igual, pura y elegante, o de esos ojos grises, grandes y brillantes capaces de reflejar su propia fascinación por los sonidos del piano. Era una niña extraña, no hablaba frente a él y, aun así, no tenía problema en expiarlo desde una distancia tan corta. Así era como pensaba el pianista.

El hombre continuó tocando, ensayando para la noche que se avecinaba con prisa minuto a minuto, nota a nota, pieza a pieza. De vez en cuando la agudeza de su oído lograba captar una voz que iba al compás de su interpretación, una voz tierna, pequeña y fina buscando aferrarse a la alegre melodía con saltos en cada entonación. Cuando ya hubo pasado un largo tiempo, el pianista comenzó con un nuevo tema, uno que no había tocado en toda esa semana, un nuevo sonido que haría bailar a las personas en un excitante y animado tango.

Ileana lo supo al instante con apenas oír las primeras notas. Asomó lentamente su cabeza por el costado del piano que resonaba juguetón ante la presión que ejercía los dedos del reservado músico, el cual la notó de reojo.

- ¿Quieres tocar?

Fue lo único que le preguntó antes de comenzar a darle el toqué inesperado a la música que se iba creando acorde el pianista lo deseaba.

Ileana se sobresaltó al escucharlo dirigirse a ella, no porque ya la había descubierto perfectamente, sino por la pregunta en sí, en su significado. Realmente, a la pequeña no se le había ocurrido la idea de tocar un piano desde el fatídico día, pero ahora, analizando bien la posibilidad, el deseo de tocar sin importar qué la tentó de sobremanera. En su mente no había una respuesta negativa a la invitación del pianista. Se puso en pie manteniendo su mano aferrada al costado del piano, pues temía separarse un milímetro más del instrumento.

En cuanto Antoine Feraud dio fin a sus movimientos, miró a la niña a su lado, y bastó sólo una mirada para que Ileana entendiera. Se sentó junto al hombre, chocando sus hombros con los largos brazos de él, un contacto sin malicia que permitió a Ileana sentirse segura con sus movimientos.



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En el texto hay: escenas explicitas de violencia.

Editado: 05.12.2020

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