Navidad se acercaba a pasos apresurados, la lluvia había cesado dejando campo abierto a los irregulares copos de nieve que cubrían las calles de la ciudad, tejados y árboles desnudos del verde primaveral. Villancicos se comenzaban a oír desde el exterior de los hogares, risas de niños jugando a lanzarse bolas de nieve en la cara, más el bullicio cotidiano de las avenidas cercanas. Una ciudad alborotada que esperaba la llegada de un día que para ellos era más que especial. Y nuestro burdel no era la excepción a tanta euforia navideña.
Una reunión se llevaba a cabo en el salón principal, con Charlotte de cabecilla y Madame Annette de respaldo atenta a toda decisión que tomaran. Noche buena y Navidad resultaba ser la única festividad que se permitía en la pequeña estructura de tres pisos, por lo que, no era rara la emoción dentro de esos esbeltos cuerpos femeninos.
Entre jaleos, chillidos y suspiros, un grupo de cuatro personas fueron las elegidas para ir de compras, entre ellas, Ileana y Charlotte.
Emocionadas corrieron a tomar sus abrigos y demás para protegerse del frío. Charlotte con sus habituales prendas rojas e Ileana con un lindo vestido verde, botas marrón, abrigo marrón claro y gorro del mismo color.
Esta era la primera vez que Ileana saldría a las calles desde su llegada al burdel. Se encontraba nerviosa y algo asustada, pues temía perderse una vez más entre tantas calles y la gente. Pero a la vez, sentía emoción por conocer qué eran esas compras navideñas que tanto iluminaban los rostros de sus hermanas.
Una vez abrieron la puerta trasera, el viento invernal de la nieve sobre los tejados y al borde de la acera, chocó con los rostros de las jóvenes como un golpe de libertad y diversión. Sonrieron entre ellas aguantando las ganas de chillar y manteniendo una compostura poco usual dentro de las paredes del que era su hogar. Ileana las miraba sorprendida por el comportamiento tan maduro que reflejaban.
No caminaron mucho cuando ya hubieron llegado a la calle principal, donde, a pesar de la luz diurna, los adornos y las luces navideñas se mostraban en toda su gracia y esplendor. Ileana estaba maravillada con el resaltar de los colores en el blanco hielo, de los hombres regordetes vestidos de rojo y canosa barba, de los escaparates iluminados y de los juguetes detrás de estos moviéndose por sí solos como si tuvieran vida propia. Era la primera vez que veía la ciudad tan hermosa, y no pudo evitar recordar aquel día.
Un nudo se hizo en su garganta y sus ojos se humedecieron. Sin embargo, de ellos no cayeron lágrima alguna. No porque no quisiera, no porque ya estaba harta de llorar todas las noches en la soledad de la habitación, y no porque deseaba mostrar fortaleza ante Charlotte, pues ella aún era una niña que no entendía cosas tan complicadas como el orgullo. No, simplemente no lloró porque antes de todo ese infierno, también tuvo uno de los momentos más felices de su corta vida. Fue un día especial. Y, con tanta música y alegría a su alrededor no podía más que cerrar sus ojos y recordar esa felicidad que huyo tan rápido de sus brazos.
La voz de Charlotte, quien se encontraba frente al escaparate de la tienda contigua, llamó la atención de la niña que se acercó con sus cortos pasos a la mujer de rojo.
Cogió a Ileana del brazo arrastrándola hacia el interior de la tienda, mientras la niña sobresaltada observaba como sus otras dos hermanas, sin darse cuenta de la euforia de Charlotte, continuaban caminando por la acera.
Ya dentro, Ileana se calmó al notar la tranquilidad con la que su hermana se movía por entre las estanterías buscando esos brillantes accesorios que encendieron la codicia de la mujer. Observándola a un costado de la puerta, Ileana también pudo admirar el lugar completo. Una tienda espaciosa de iluminación moderada y de dos pisos, estanterías repletas de libros, cofres, muñecos, muebles, plumas, relojes, etc. No se trataba de una joyería, sino más bien, de una tienda de antigüedades, con ese indescriptible aroma seco.
Para Ileana era la tienda más maravillosa que pudo haber visto. Un salón amplio lleno de tesoros, brillantes y curiosos., hermosos.
Pasaba sus finos dedos por sobre los objetos cercanos mientras caminaba olvidándose por completo de Charlotte. Sus ojos mostraban una fascinación deslumbrante, y sus labios se entreabrían por la sorpresiva frialdad de los cofres color dorado y la suavidad de las plumas junto a la tinta. El peso de sus botas resonaba en el piso de madera, provocando un cálido sonido en el casi silencioso lugar. Su cabeza iba de arriba hacia abajo, y de un lado al otro. Los estantes era tan enormes que parecían tragarse a la niña cada vez que camina entre ellos.
Entre los vaivenes de su mirada, una carpeta desgastada llamó su atención. Se detuvo frente a esta y extendiendo su frágil brazo, trató de alcanzarlo con sumo esfuerzo, pero ni siquiera cuando la única parte de sus pies que tocaba el suelo eran las puntas, lo lograba.
Jadeaba del esfuerzo inútil y fruncía el ceño de la frustración, aún así, las yemas de sus dedos no pudieron disfrutar del tacto que tanto deseaban.