Con la última nota de la pieza revoloteando por el aire seco de la tienda, aplausos estallaron sobresaltando a la chiquilla que aún no se acostumbraba a tal reconocimiento. Sin importar cuanto pasara, no se lograba a acostumbrar a las ovaciones de sus oyentes. Aún así, recordando las palabras de su maestro, Feraud, se puso de pie con una sonrisa nerviosa cruzando su rostro, y con la misma elegancia natural se reverenció antes las personas a su alrededor.
Lubin apareció entre la multitud llamando la atención de los asistentes con su increíble encanto. Saludó desde lejos a algunos, y desde cerca a otros. La popularidad del hombre sobresalía siempre que se encontraba rodeado de personas, y mientras Ileana seguía recibiendo las felicitaciones de unos, él se despedía gratamente de los que iban de salida.
Cuando se hubieron marchado todos, Lubin se acercó a paso calmo a su infante amiga.
Ileana no pudo asentir ni dar las gracias por tales palabras. Le era difícil recibir con brazos abiertos esos halagos, y más que sentirse agradecida, la inquietud la invadió.
La verdad es, que el poder que posee Ileana sobre las emociones de otros no era un simple juego. Ella no influenciaba en los pensamientos, no era simplemente que su música dependiendo del tono y la fuerza que usa haga entristecer o haga felices a quienes la escucharan. Era mucho más complicado que eso.
Cuando tenía nueve años y su maestría en el piano iba en una mejora constante, ella tocaba para Feraud derramando todo su esfuerzo sobre las teclas. Sin embargo, una noche volvió a sufrir de las mismas pesadillas que cuando recién llegó al burdel. Habiendo llegado a la epitome de la felicidad nuevamente, de reír y brillar constantemente, el regreso de memorias fatídicas le recordó a la niña el miedo que había dejado atrás.
Al día siguiente, tomando asiento frente al piano, con la mirada perdida y cabizbaja, levantó sus brazos mientras imágenes de esa noche pasaban fugaces por su mente. Una y otra vez, una y otra vez, mientras tocaba por acto reflejo sus emociones se fueron desbordando con prisa.
Feraud desde un principio notó la diferencia de la música habitual de su aprendiz, pero pensando que se trataba de algo pasajero, de un nuevo sonido que estaba descubriendo, lo dejó pasar. Más tarde se arrepentiría de no haberla detenido a tiempo.
Las notas tras el peso de sus titilantes dedos chirriaban como la madera vieja bajo el peso de fuertes pisadas, los bajos crepitaban como las llamas y los agudos gritaban como una mujer en agonía. La sensación de ser acariciados por suaves pétalos amarillos en mitad de la caída de nieve en invierno, de esa cálida caricia de luz amarilla entre tantos copos blancos hubo desaparecido. A cambio, una pequeña choza siendo tragada por el fuego apareció ante los ojos de quienes la escucharon.
Fueron tan intensos los sentimientos de Ileana que el mismo calor abrasador que ella recordaba, fue expuesto a Feraud y a las chicas en los pisos superiores. Gritaron con miedo, buscaron agua desesperadas en un intento de no ahogarse entre le humo inexistente.
Feraud estuvo a punto de ceder ante las agonizantes imágenes que lo envolvieron sin que el mismo se hubiera dado cuenta. Mas el hecho de haber vivido el mismo infierno durante años antes de poder serle de utilidad a su señor, apaciguó el revoltijo de emociones que se iba descontrolando por un miedo que no era realmente suyo. Con dificultad y aguantando las lágrimas que se asomaban por el rabillo de su ojo izquierdo llegó al lado de Ileana deteniendo con brusquedad sus manos blancas, heladas y temblantes.
Ileana que se había mantenido fuera de sí por mucho tiempo, volvió su mente al presente, donde Antoine respiraba con apuro a la vez que apretaba con fuerza sus manos con tal que no vuelva a tocar otra vez. Fue la primera vez que vio a su maestro tan descompuesto, con la mirada palpitante y el ceño confundido. Pero ni siquiera tuvo tiempo de preguntar por ello cuando sus finos oídos captaron los gritos desquiciados de sus hermanas. Su cuerpo se tensó de terror recordándole nuevamente a su fallecida madre.
Volviendo su mirada a la de Feraud, notó furia reflejada en sus ojos. En respuesta, Ileana comenzó a llorar.
Mientras subía, una Madame Annette con el rostro enloquecido pasó con prisa a su lado, ni siquiera miró a la niña que había aparecido desde el salón que tanto tenía prohibido y se lanzó a los brazos de un Antoine rígido junto al piano, lloró en sus brazos con el maquillaje completamente arruinado.
Al llegar al segundo piso, un nudo se formó en su garganta mientras observaba con horror la escena frente a ella. Sus hermanas se habían abandonado al llanto, temblaban abrazando sus propios cuerpos con ojos cerrados temiendo abrirlos. Otras mojaban sus cuerpos desesperadas tratando de olvidar los latigazos del fuego que creyeron ver sobre sus cuerpos.