La pieza faltante

I

         
    La observó con las pupilas dilatadas, el corazón en la garganta y una gota gorda de sudor frío resbalando por su cien. Bajo un cielo preñado de nubes grisáceas se sacudía la bestia, vomitada desde las entrañas del averno; gruñía famélica y sollozante. James, incapaz de mover ni un sólo músculo, se mantuvo agazapado contra las baldosas del pavimento, su respiración confundiéndose con el repicar monocorde de la lluvia, y el miedo mordisqueándole el tuétano de los huesos. Su examante se había convertido en un monstruo.
    
    
    La última tarde que compartirían como amantes en el puerto de los amores eternos, habíase transformado en la representación viva de sus pesadillas, cuando decidió romper el juramento de amarla hasta los últimos días. Abrazó a la muchacha con la dulzura hipócrita del adiós; los dedos recorriendo en superficiales caricias los largos cabellos cobrizos, susurrándole al oído la recopilación de las promesas que jamás cumplió y confesándole al borde del llanto haber compartido otros lechos en su ausencia.
    
    “Perdóname, he dejado de amarte…”
    
    El cuerpo trémulo que sostenía resbaló entre sus brazos y cayó de rodillas frente a él. Vería el atisbo de un rostro retorcido por el dolor, recortado tras una melena rebelde, agitada por las ráfagas del viento; y quedaría grabado en su memoria el grito inhumano que emergió de ella, abandonándose a un sufrimiento tan profundo que no podría comprender. Después, se desataría el horror.
    
    
    Larguísimos brazos de reptil se sacudían en lo alto como víboras hambrientas, y caían a sus costados en zarpazos sibilantes, levantando polvo. Más, más y más cerca, rozándole la piel, lamiendo sus miedos; pero sin llegar a lastimarle físicamente. La espera era veneno, tiritaba helado del terror, ahogando un sollozo y con los dientes castañeándole. Iba a morir, la certeza de ese pensamiento desmenuzaba su cordura.
    
    El animal, derrama gruesas lágrimas entre lamentos similares a gorgojeos y, repta despacio hacía su presa. Cuatro patas esqueléticas y discordantes con el cuerpo macilento, se arrastran perezosas bajo la panza ovalada, los ojos ámbar van aguzándose en una cara compungida, las aletas de la nariz se expanden en cada inhalación, a la par que los belfos se alzan exhibiendo una hilera de dientes filosos acompañados de jadeos vaporosos.
    
    El terror se cernió sobre él, igual a una mano siniestra estrangulándole a medida que el sonido de sus latidos taladraba sus sienes. Su única salvación fue la dulzura de la inconsciencia.
    
    “Perdóname, no puedo evitar odiarte”, susurró la bestia, saciando su hambre con la carne de la presa indefensa.
    
    
    
    Despertó una semana después, a salvo bajo el calor crepitante del hogar, en una cabaña edificada sobre la espalda de un gigantesco elefante de arena, que cruzaba de Sur a Norte las tierras áridas del olvido. La bestia había desaparecido, dejando atrás un cuerpo cercenado y repulsivo.
    
    Habría preferido morir allí mismo, entre las fauces de su verdugo, pero éste lo aborrecía a tal punto que le impuso el peor castigo: dejarle con vida y lleno de rencor. En su pecho, dónde debía ir el corazón, un enorme agujero servía de nido para un cuervo negrísimo que se alimentaba de su carne. Después descubriría que crecía a medida que su odio lo hacía.
    
    No podía comprender por qué su examante se había transformado en ese ser tan detestable, y quizá, en el fondo de su inconsciente, no quería hacerlo. Era más fácil culparle de todas sus miserias, así hallaba una paz superficial que aminorase su ansiedad. Se convenció de que únicamente conseguiría paz si le daba caza, y exhibía su cabeza como trofeo.
    
    Llamas azules bailotean sobre troncos agolpados desordenadamente en el interior de la chimenea. Tintes dorados y magentas se desparraman en las paredes grises y mustias, proyectando sobre el suelo de madera ondulantes sombras de muebles. Un extraño aroma a base de fragancias dulces de incienso, polvo y moho; flota en el ambiente, daba una extraña sensación cálida, que apagó una milésima la desolación de su propia alma.
    
    Largas cortinas árabes cuelgan en la entrada de la habitación -reemplazando una inexistente puerta-, y son suavemente removidas por la silueta curvilínea de una mujer morena que ingresa a paso lento a visitarlo. Es una preciosidad, a pesar de sus simplezas. Carece de rasgos destacables, pero hay un fuego distinto, desesperado y oscuro ardiendo en sus pupilas, y una pena que le impide sonreír con soltura. Su enigmática salvadora emanaba un halo intrigante.
    
    “Me llamo Ágata”, se presenta en voz baja.
    
    Una selva de rizos negros se agita al compás del contoneo coqueto de hombros y caderas al andar, arrebatándole el aliento. Ojazos cafés de bestia insomne lo miden en silencio, y el gesto en un inicio inseguro, va relajándose.
    
    Toma asiento a la orilla izquierda de la cama, y le acaricia con su mano fría los hematomas del rostro, centrándose en los pómulos afilados; después sus dedos se deslizan trazando una línea invisible sobre su silueta hacía los muñones vendados en los antebrazos. Allí titubea, si continuar o no; finalmente es su boca la que deja caer besos piadosos sobre la tela ensangrentada.
    
    Un escalofrío que rápidamente se convierte en náusea atenaza su estómago, incapaz de procesar lo que ve sin erizársele los vellos de la nuca. La vergüenza y el horror son un nudo en la garganta que va constriñéndole implacable. Deseó huir, pero solo ejecuta su único movimiento, arrebujarse entre las turquesas sábanas indias que lo cobijan.
    
    Cada beso de Ágata lo hacen sentirse más incompleto, y por dentro quiere gritar “Basta” hasta desgarrarse, pero no puede rechazar sus muestras afectivas. Le resulta inconcebible pronunciar la palabra “no”, que ha abandonado su limitado vocabulario de isleño. Sólo anhela sentirse otra vez una persona normal, alguien completo que no sea visto como una muñeca rota.
    
    Hay tantos sentimientos atrapados, que se sacuden incómodos en la pequeña cárcel de su interior, hasta desatarse al fin, en una explosión de llanto incontrolable. Llora como un niño pequeño, como nunca se lo permitió durante largos años. Llora por todas las veces que se tragó sus lágrimas y su pena.
    
    Ágata no indaga. En silencio lo sostiene, le acurruca en su pecho amoroso y, se queda ahí noches enteras consolándolo hasta el despuntar del alba, oyendo la misma historia sobre una bestia injusta, que relata entre hipidos.
    
    
    Los meses siguientes transcurren perezosos, y el mismo lamento se derrama de los labios de James caída la noche: siempre es la bestia, sólo la bestia… La bestia que le carcome la vida y le imposibilita ver más allá de su propio dolor. Es esa misma fragilidad que la hace sentirse en la necesidad de protegerlo, y saberse importante para alguien. Sacia su necesidad desesperada por amor.
    
    Y no importa si no tiene la suficiente fuerza para reconstruirse a sí misma, está jugando a ensamblar las piezas de alguien más con el pegamento de sus besos.
    
    Ese hombre amó a la bestia. Y la bestia una vez también lo amó.
    
    Ella es una intrusa en la historia, pero está dispuesta a escribir su nombre en tinta insoluble sobre las páginas.
    
    
    James no retornó a casa. El día que sus heridas sanaron y el deseo de volver clamó en su pecho, se encontró perdido en las profundidades de un desierto vasto que se le antojó infinito. Los preciosos bosques, el puerto y el mar bravío, transmutaron en recuerdos nebulosos y pronto olvidó el deseo de recorrer los parajes visitados durante su infancia. En su lugar encontró la calma de la calidez del hogar, entretejiendo retorcidos sueños de venganza, extasiado con la satisfacción que arrullaba su alma.
    
    Se quedó junto a la dulce mujer que le confeccionó un par de brazos y piernas de madera casi idénticos a sus miembros faltantes. Es capaz de desplazarse por los espacios seguros de su nuevo hogar. Lo único inquietante en su nido, el agujero ha ido creciendo a medida que odia a la bestia. El ave empolló cinco huevos y ahora alimenta unos polluelos que picotean su carne cada vez que tienen hambre. Ágata buscó aliviar su malestar construyéndole una magnífica pajarera en el pecho, cobija a los retoños con paja y los alimenta con migajas de pan dulce.
    
    
    La vida se pinta como una tragicomedia. Hay cosas buenas que le dan momentáneo sentido a su existencia como su boda simbólica con Ágata en el destartalado tejado de la cabaña. Ambos sin saber qué decir después de recitar sus votos, el tenue rubor cubriéndoles las mejillas mientras la mano de ella se enroscaba en la de madera para sellar sus promesas de amor. Después retorna a su pesimismo habitual, invocando entre divagaciones el nombre del monstruo y la desazón le corcovea en la espina dorsal.
    
    El pasado es un manto oscuro sobre el presente. James ha perdido no sólo el camino a casa, sino una parte esencial de sí mismo, y abraza un odio desmedido que sólo alimenta más rencores que acentúan la herida en su pecho abierto. Extravió sus sueños, se sumió en el dolor que roza la locura y se quedó en espera de una supuesta justicia divina que jamás llegó a consolarle. La bestia no recibió el castigo que su alma anhelaba, y rabió ante la vida injusta, blasfemó contra Dios y la falsa ley karmática.
    
    Ágata lo observa desde el umbral de la habitación, su figura oculta detrás de las coloridas sedas árabes que cuelgan en lo alto. Se ha convertido en otra esfinge más en casa, un objeto decorativo, una espectadora silenciosa cuya presencia pasa desapercibida salvo que se necesite su apoyo para calmar la naturaleza complicada de su esposo. Y desde allí, con la voz estrangulada en su garganta, contempla con horror a James recostado sobre la cama, el rostro empapado en lágrimas, labios trémulos y mirada perdida. Los cuervos graznan inquietos, revolotean dentro del nido. Han crecido al punto que sus cuerpos robustos no quepan en la pajarera.
    
    
    
    
    
    La mañana es fresca y ligeramente soleada. Despierta con los primeros rayos colándose entre las cortinas bermellón que Ágata insistió colocar la noche anterior. Se despereza con un gran bostezo, estirando lo que le resta de extremidades, rehuyéndose al sopor. Su día monótono iniciaría con el ronco cacareo del gallo que despierta cinco minutos después que él lo haya hecho, y sería la alarma de su esposa para entrar a la habitación y ayudarle a ensamblarse las duras prótesis que duelen sobre sus muñones por el sobreuso, pero el protocolo se ve interrumpido por un estallido de dolor semejable a un latigazo en la pierna. El grito le rasguña la garganta, el terror comprime su pecho, sensación que se acentúa al detectar el aroma metálico de la sangre flotando en el ambiente y vislumbrar las manchas oscuras que salpican las sábanas blancas.
    
    Temeroso por naturaleza, ejecuta los pocos movimientos coordinados que su condición le permite, apartando las mantas ensangrentadas. Bajo sus rizadas pestañas, sus ojos amenazan con salir disparados de sus cuencas cuando un asombro terrorífico lo sobrecoge y, no sabe cómo volver en sí: una pierna que no reconoce como suya está cosida dolorosamente a su carne. El deseo de arrancársela ruge dentro de sí con una necesidad feroz, pero al primer intento el miembro responde con tanta naturalidad a sus movimientos, que queda devastado, sin poder explicárselo, y finalmente cede al capricho de conservarla.
    
    El gallo con más de cinco minutos de retraso, cacarea desde lo más alto del tejado, agitando sus alas e inflando el pecho, imponente en su trono. Ágata renquea, asomándose entre las sedas indias poco después, siguiendo la costumbre que ha regido sus días desde que James llegó a su vida. Lo contempla con una sonrisa enternecida que suaviza el rictus de dolor dibujado en su rostro. Él luce más sereno, a pesar que otra vez se ha vuelto a perder en sus divagaciones, mirando estático a la nada, pero ahora las lágrimas no le mojan las mejillas, los labios han dejado de mantenerse duramente apretados o temblorosos, y son capaces de curvarse. Los ojitos tristes por primera vez en todo el tiempo que ha estado a su lado, brillan con una luz deslumbrante. Todo ha valido la pena. No importa estar condenada a usar los faldones largos que odió desde niña o el sufrimiento que es utilizar la prótesis de madera sobre su muñón fresco. El arrepentimiento no escuese en su ser porque halló en la felicidad de su esposo la suya.
    
    Esa misma tarde, un cuervo abandonó el nido por primera vez, alzó vuelo y rasguñando las cortinas, escapó por la ventana.
    
    
    
    Al pasar los días, el pesimismo borró los colores de la primavera, y James volvió a lamentarse en su habitación, encerrado con sus propios delirios de venganza. Consumido por la necesidad de alcanzar esa justicia divina contra la bestia, maceró su rencor hasta conseguir la mezcla perfecta de odio y miedo de sí mismo. En consecuencia, los cuervos empollaron nuevos huevos y comieron tanto de él, que Ágata se vio obligada a agrandar la pajarera que le abarcó todo el pecho.
    
    Fuertes graznidos le arrebataron las pocas horas de sueño las noches siguientes; lo volvieron más irritable e irracional. Comenzó a desarrollar cierto rechazo hacia su esposa, la que otrora vio preciosa, pero en la actualidad sólo podía percibirla como una flor marchita, aburrida y sosa. Los ojos hechiceros se convirtieron en dos pozos de melancolía, la boca abandonó la sonrisa suave y torció sus contornos en un gesto adusto. Los vaporosos vestidos de colores se convirtieron en túnicas negras, que ocultaban las curvas pronunciadas de su talle. Ella se había transformado en una vieja triste que sólo inspiraba lástima.
    
    Los polluelos recién salidos del cascarón crecían cada vez más horrendos, su aspecto deforme y ojos acerados asustaron a Ágata, que apenas podía aproximarles migajas de pan sin gemir del horror al verlos abrir sus picos dentados. Y a pesar de temblarle las manos, continuó alimentándolos hasta que uno de ellos trató de arrancarle un dedo, dejándole una horrenda cicatriz negruzca que jamás perdió su color. Aterrada, no volvió a su labor; en su lugar se envalentonó en un arrebato de cólera y decidió dejarlos morir de hambre.
        
    Ingrata fue su sorpresa al verlos sobrevivir al largo ayuno de dos meses. Eran seres esqueléticos y famélicos, rasguñaban las paredes de madera del nido en busca de carne fresca, y en su desesperación se arrancan trozos los unos a otros para llenar sus buches secos. Sus terribles graznidos se convirtieron en el grito de guerra que jamás abandonó el pecho de James, llevando a la pareja al límite de su paciencia. Intentaron matarlos con veneno o quebrando sus cuellos, pero ellos no perecieron, sólo se hacían más espantosos e irritantes.
    
    Ágata comprendió que sólo había una forma para deshacerse de ellos, y eso requería un sacrificio muchísimo mayor.




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