La niebla se deslizaba por las calles como un animal cansado, cubriendo los tejados de Hollow Creek con un velo húmedo y plateado. El aire olía a tierra mojada, a madera vieja y a hojas que el otoño había empezado a devorar lentamente. Evelyn Morren bajó del coche con la bufanda apretada contra el cuello, mirando aquella calle angosta donde el viento susurraba entre los árboles desnudos. Había conducido durante casi ocho horas desde la ciudad, dejando atrás la congestión, el ruido y la vida que había empezado a parecerle ajena.
Hollow Creek era pequeño, casi invisible en los mapas, un lugar que parecía existir solo para sí mismo, suspendido en otro tiempo. Las casas, todas de estilo victoriano, conservaban esa melancolía que solo los lugares olvidados por la modernidad podían tener. La de Evelyn estaba al final de la colina, una construcción gris, alta y flanqueada por enredaderas secas. El cartel oxidado en la verja decía, “Casa Crowe 1887”.
Evelyn levantó una ceja al leerlo.
—Parece que la historia de esta casa es más vieja que yo —murmuró con un intento de humor que murió en el aire.
El agente inmobiliario le había dicho que la propiedad llevaba deshabitada más de medio siglo. Una reliquia, sí, pero sólida y, sobre todo, barata. Justo lo que ella necesitaba para empezar de nuevo. O al menos, para huir.
Había pasado los últimos dos años sumida en un silencio que la devoraba. Su última novela, “El susurro de las rosas”, había sido un éxito, pero con él llegó la presión, las expectativas, y después, el vacío. Cada vez que intentaba escribir, las palabras se le atascaban en la garganta o parecían muertas sobre la página. Nada tenía alma. Nada respiraba.
“Bloqueo creativo”, le había dicho su editor, con ese tono condescendiente que tanto odiaba. Pero Evelyn sabía que era algo más profundo. Era como si una parte de ella hubiera sido arrancada, como si la inspiración se hubiera fugado junto con alguien que ya no volvería.
Empujó la puerta de la casa y el eco de las bisagras oxidadas se mezcló con el crujido del piso. Adentro, la penumbra tenía un peso antiguo. Los muebles cubiertos por sábanas parecían fantasmas dormidos. Cada rincón respiraba polvo y memoria.
Dejó sus maletas en el vestíbulo y encendió la lámpara de pie que había traído desde la ciudad. La luz amarilla reveló una escalera de madera tallada, un espejo manchado por los años y una serie de cuadros descoloridos. Había silencio, pero no el silencio tranquilo que ella había imaginado, sino uno denso, expectante.
Caminó hacia el estudio, el lugar que pensaba convertir en su santuario para escribir. Las paredes estaban forradas de estanterías vacías, y junto a la ventana, un escritorio de roble esperaba cubierto por una capa de polvo. En el centro, como si alguien lo hubiera dejado preparado para su llegada, había una paquete, adentro de ella había una pluma estilográfica, Negra, Elegante. Demasiado limpia para haber estado allí todo ese tiempo.
Frunció el ceño y la tomó entre los dedos. El metal estaba frío, pero al contacto con su piel, un leve estremecimiento recorrió su brazo, como una descarga.
—Curioso —susurró.
La examinó. Tenía tallados unos símbolos diminutos en la superficie, letras antiguas o quizás runas. Ninguna reconocible.
Decidió dejarla a un lado y abrir las ventanas. El aire del bosque entró con un soplo húmedo. A lo lejos, los cuervos graznaban. El sol, apenas visible entre las nubes, caía oblicuo sobre el valle. Por un momento, Hollow Creek pareció dormido bajo una maldición.
Cuando el camión de mudanza llegó, ya había empezado a llover. El conductor, un hombre de barba gris y manos curtidas, la ayudó a descargar las cajas. Habló poco, pero antes de irse, le lanzó una mirada extraña.
—¿Vive sola, señorita Morren? —preguntó el hombre arqueando la ceja.
—Por ahora, sí —respondió ella con una sonrisa amable.
—Tenga cuidado con las noches aquí. A veces, las casas viejas recuerdan más de lo que uno quiere. Y sin decir más, se fue, dejando el eco de sus palabras suspendido entre los truenos lejanos.
Esa noche, Evelyn encendió la chimenea del salón y se sentó frente a su computadora portátil, decidida a escribir algo, cualquier cosa. Abrió un documento nuevo, pero las palabras no aparecieron. Ni una. El cursor titilante era un recordatorio cruel de su vacío.
Suspiró y se levantó, e-n el pasillo, la luz parpadeó. El viento hizo vibrar una ventana. Caminó hasta el estudio, encendió una vela y, sin saber muy bien por qué, tomó la pluma negra del escritorio.
No había tinta cerca, pero al inclinarla sobre un papel, la punta dejó un trazo oscuro, profundo, casi vivo. Evelyn la observó con sorpresa. No podía haber tinta dentro… y, sin embargo, fluía con suavidad.
Escribió un par de frases sueltas, sin pensar.
“Había una niña que se asomaba cada noche por la ventana del desván.
Nadie sabía de dónde había venido, ni por qué lloraba.
Solo sabían que, cuando amanecía, las lágrimas desaparecían… y quedaba el olor a humo.”
Se detuvo. Sintió un escalofrío.
—Bueno… al menos algo salió —susurró.
Dejó la hoja a un lado, apagó la vela y subió a su habitación. Pero antes de dormirse, creyó escuchar un golpe leve, como si algo se hubiera caído en el piso de abajo. No bajó.
A la mañana siguiente, un golpe en la puerta la despertó. Abrió con desgano, esperando al cartero. Un hombre con impermeable negro le entregó una segunda caja envuelta en papel marrón. No tenía remitente, solo su nombre escrito con letra antigua y una dirección incompleta.
—Debe ser un error —dijoe ella.
—No lo creo, señora —respondió el cartero con una sonrisa tensa —El paquete lleva su nombre con tinta fresca. Evelyn observo nuevamente para notar que efectivamente la caja tenia su nombre con tinta fresca.
Lo dejó sobre la mesa. Por alguna razón, el simple acto de mirarlo le erizó la piel. La caja estaba fría al tacto, y algo dentro se movió levemente, como si respirara.
Editado: 06.10.2025