La noche había caído sobre Hollow Creek con una densidad que parecía absorber cada sonido. El viento golpeaba las ventanas de la vieja casa victoriana con la insistencia de un visitante no invitado. Evelyn Morren no podía dormir. La inquietud la empujaba a moverse por los pasillos como una sombra más, descalza, con una linterna en la mano y una sensación de llamado imposible de ignorar.
Desde que encontró la pluma negra, la casa se había vuelto un organismo vivo. Respiraba con ella, murmuraba en las noches, y su silencio pesaba tanto como una voz. Aquella tarde había escuchado un golpeteo en el techo, como si algo —o alguien— caminara sobre el ático. No había vuelto a oírlo desde entonces, pero la idea se le clavó en la mente.
Finalmente, tomó una decisión.
Con la linterna temblando entre sus dedos, subió los peldaños que llevaban al ático. Cada crujido bajo sus pies sonaba como una advertencia. Cuando llegó arriba, encontró la vieja puerta de madera, cubierta de polvo y telarañas. El pomo de bronce estaba helado, y al girarlo, el chirrido que surgió fue como un grito ahogado, largo y desgarrador, que rompió el silencio de la casa.
El aire dentro del ático era espeso, denso, saturado del olor a papel viejo, madera podrida y cera derretida. Evelyn avanzó lentamente, iluminando con la linterna el caos del lugar: cajas cerradas, muebles cubiertos con telas blancas, relojes sin manecillas, muñecas rotas con ojos que parecían seguirla. Todo allí estaba suspendido en un tiempo detenido hacía décadas.
Casi tropieza con una pila de libros antes de notar una caja en particular, más pequeña que las demás, con una palabra escrita a mano sobre la tapa, en una caligrafía elegante pero casi borrada por el tiempo:
ELSIE CROWE.
El nombre le produjo un escalofrío. “Crowe”. No lo había escuchado en años, pero resonó en su memoria como algo familiar, íntimo. Con manos temblorosas, apartó el polvo y levantó la tapa. Dentro había varios objetos: una muñeca con vestido de encaje, un lazo azul descolorido, y un diario encuadernado en cuero desgastado, cuyas hojas estaban amarillentas por el tiempo.
Evelyn lo tomó con cuidado. En la solapa del diario había una inscripción con tinta marrón:
“Memorias de Elsie Crowe — 1891.”
Debajo, un dibujo de un árbol genealógico, con nombres cuidadosamente escritos en letras pequeñas. Evelyn se inclinó más, acercando la linterna. Su respiración se detuvo cuando reconoció un nombre entre los de aquella familia, Marjorie Morren, su tía abuela.
—No puede ser… —murmuró —Esto tiene que ser una coincidencia.
Pero no lo era. Su familia siempre había evitado hablar del pasado. Marjorie era el nombre prohibido, la mujer de la que nadie quería recordar nada. Evelyn nunca supo por qué, y su madre siempre evadía el tema con una sonrisa tensa y un cambio rápido de conversación.
Ahora, la conexión estaba allí, en ese árbol genealógico que unía a los Crowe con los Morren.
Evelyn sintió cómo un hormigueo le recorría la espalda.
Abrió el diario. La primera página estaba escrita con una caligrafía infantil, pulcra y de trazos suaves.
“Querido diario: hoy he vuelto a oír su voz en las paredes. Mamá dice que no mire hacia el espejo cuando oscurece. Pero él siempre me habla desde la tinta.”
Evelyn tragó saliva. “Él”. La palabra le dio un vuelco al estómago. Siguió leyendo. Cada página era una ventana hacia una vida rota: los días de Elsie, una niña de once años que vivía en la misma casa, cuyos padres habían sido escritores y miembros de una sociedad literaria conocida como La Hermandad de la Tinta Negra.
Las últimas entradas se volvían erráticas, como si la niña escribiera bajo un estado febril:
“Dijo que solo tenía que escribir mi nombre con su pluma, y todo el dolor se iría. Pero cuando lo hice, mamá gritó. El fuego empezó a salir del papel. Él se reía. Dijo que ahora me pertenecía.”
Evelyn dejó caer el diario sobre sus rodillas. La linterna tembló en su mano. En el silencio, un golpe seco resonó detrás de ella. Se giró de inmediato, pero no había nadie. Sin embargo, el aire cambió. Se volvió más frío. Una sombra se deslizó por el rincón del ático, y un susurro, apenas audible, flotó en la oscuridad.
—Evelyn…
La voz era profunda, arrastrada, como si proviniera de debajo de la tierra. Evelyn se incorporó lentamente, con el corazón golpeando contra su pecho.
—¿Quién está ahí? —preguntó con un hilo de voz.
El aire se agitó. De la oscuridad, emergió una figura. No caminaba; flotaba levemente, envuelta en un resplandor tenue que parecía absorber la luz de la linterna. Era el mismo hombre que había visto en el espejo, su piel tan pálida como la luna y sus ojos, dos brasas rojas que brillaban en la penumbra.
Azhram.
Evelyn lo sabía sin que él tuviera que decirlo.
—No temas, Evelyn Morren —susurró con una voz que parecía rozar sus pensamientos —He estado esperándote.
—¿Esperándome? —repitió ella, retrocediendo —No tienes derecho a estar aquí.
Azhram inclinó la cabeza, una sonrisa casi triste curvó sus labios.
—Tú me trajiste. Siempre lo hacen, los Morren. Tu sangre está marcada desde hace generaciones.
Evelyn miró el diario entre sus manos.
—¿Elsie… era parte de esto? ¿De ti?
El demonio dio un paso hacia ella. Cada movimiento suyo parecía fluir, como si su cuerpo fuera una sombra viva.
—Elsie fue mi elegida, como lo fue Marjorie antes de ella. Yo no creo las palabras, Evelyn. Las inspiro. Las plumas solo encuentran a sus verdaderos dueños.
Evelyn sintió una mezcla de miedo y furia.
—¿Qué hiciste con ellas?
Azhram extendió su mano, y la habitación pareció oscurecerse a su alrededor.
—¿Quieres saberlo? ¿Quieres ver lo que la sangre de tu familia me prometió?
—No… —susurró, pero sus labios dijeron lo contrario —Sí.
La curiosidad la venció. La atracción hacia lo prohibido, hacia ese conocimiento oscuro que la tentaba desde que encontró la pluma.
Editado: 20.10.2025