La vista desde el piso cuarenta y dos del edificio Millennium Tower era, objetivamente hablando, impresionante.
Arturo De la Vega lo sabía porque, en los últimos seis meses, al menos una docena de mujeres se lo habían dicho —siempre con ese tono de asombro perfectamente ensayado que precedía, sin falta, a una petición de Dom Pérignon o una sugerencia velada sobre joyas en Tiffany's.
Pero esa noche, con el whisky templando el borde de la copa y el frío del vidrio filtrándose en las yemas de sus dedos, la ciudad no era un espectáculo. Era un espejo vacío.
Abajo, las luces parpadeaban como luciérnagas atrapadas en una ciudad que nunca dormía —y que, por tanto, nunca soñaba. Cada destello representaba vidas que Arturo nunca conocería, problemas que su cuenta bancaria nunca le permitiría tocar… y, si era honesto consigo mismo en estos raros momentos en que el alcohol diluía la corteza de cortesía que lo cubría, una autenticidad que ya ni recordaba cómo se sentía.
Hacía años que no olía a tierra mojada. Aquí, incluso la lluvia olía a dinero: a cristal limpio, a aire acondicionado reciclado, a perfume caro que se niega a mezclarse con el sudor humano.
—¿Arturo?
La voz de Valentina lo trajo de vuelta. Se había perdido en algún punto entre el chisme sobre la esposa de un senador y los autos diminutos que circulaban allá abajo.
Se giró desde la ventana, forzando la sonrisa automática que había perfeccionado durante años de eventos corporativos.
—¿Perdón, mi amor? Me distraje con la vista.
—Siempre te pierdes ahí —dijo Valentina, con ese tono entre divertido y exasperado que usaba cuando él dejaba de prestarle atención—. Te decía que Isabella preguntaba si podemos usar tu yate el próximo fin de semana para su sesión de fotos. Ya sabes, la campaña de su marca de bikinis.
Valentina era, innegablemente, hermosa. Cabello rubio perfectamente ondulado (extensiones brasileñas, treinta y cinco mil dólares cada seis meses), cuerpo esculpido (entrenador personal cinco veces por semana, cirujano plástico discreto en Miami), y un rostro que fotografiaba tan bien que sus 847,000 seguidores en Instagram probablemente creerían que se despertaba luciendo así.
Vestido Versace color esmeralda que costó más que un auto compacto, tacones Louboutin que añadían cuatro pulgadas a su estatura ya considerable, y suficientes joyas para financiar un pequeño país en vías de desarrollo.
Isabella Ramos estaba del otro lado de la sala, reclinada en el sofá de cuero italiano con la confianza de alguien que sabía que pertenecía a ese tipo de muebles, a ese tipo de vida. Era la supuesta "mejor amiga" de Valentina, aunque Arturo sospechaba que en el ecosistema de las mujeres adineradas, "mejor amiga" significaba "aliada estratégica hasta que una oportunidad mejor aparezca".
Isabella era abogada corporativa, treinta y dos años, con el tipo de ambición que podía verse desde el espacio. También era—aunque Valentina no lo sabía—su amante desde hacía seis meses.
—Por supuesto —respondió Arturo, tomando un sorbo de su whisky de cincuenta años—. Puedo pedirle a mi capitán que prepare todo.
—Eres un amor —dijo Isabella. Su voz era un tono más baja que la que usaba con el resto, más directa. Cruzó las piernas, un movimiento lento y deliberado, y sus ojos encontraron los de Arturo por un instante—. Sabía que podía contar contigo.
—Siempre tan generoso —agregó Valentina, besándolo en la mejilla mientras revisaba su teléfono—. Necesito que uses el vestido azul marino, Isa. El turquesa no funciona con el mar de fondo.
—Ay, Val, tú siempre pensando en la estética —Isabella rio, pero sus ojos seguían en Arturo—. Por algo tienes casi un millón de seguidores.
—Ochocientos cuarenta y siete mil —corrigió Valentina sin levantar la vista—. Pero llegaré al millón antes de la boda.
No había una promesa de pasión en la mirada de Isabella, sino algo que en su mundo era casi más íntimo: complicidad. Era una mirada que decía: Ambos sabemos que esto es un juego. Y ambos sabemos cómo jugarlo.
Arturo asintió levemente, un gesto casi imperceptible. En la honestidad de su transacción, Isabella era la persona más auténtica de la sala. Y eso, pensó con una punzada de amargo cinismo, era profundamente deprimente.
La fiesta había comenzado tres horas antes con doce invitados. Ahora, a la una de la madrugada, quedaban siete: Valentina, Isabella, Lucía Vargas (empresaria de moda con quien Arturo había tenido un affaire que técnicamente seguía activo), Sebastián Mora (amigo de la universidad cuya principal contribución a las conversaciones era recordarle a todos cuánto había pagado por su Lamborghini), y tres mujeres cuyos nombres Arturo había olvidado aproximadamente cuatro segundos después de las presentaciones.
Una de ellas—morena, vestido rojo, perfume abrumador—se materializó junto a él con la inevitabilidad de la gravedad.
—Arturo, tu apartamento es absolutamente increíble —dijo, tocando su brazo con dedos perfectamente manicurados—. Debe ser tan emocionante vivir aquí, con esta vista, en este edificio exclusivo...
"Traducción", pensó Arturo con el cinismo que el alcohol siempre amplificaba: "Eres rico y yo estoy disponible para ayudarte a gastar ese dinero".
—Gracias —respondió con cortesía automática—. ¿Te ofrezco más champagne?
—Oh, eres tan atento —dijo ella, aceptando la copa—. Me estaba contando Valentina que tienes una casa en los Hamptons. Debe ser divino pasar el verano ahí.
—Sí, es... tranquilo.
—¿Tranquilo? —ella rio, un sonido agudo—. Apuesto a que las fiestas son épicas. ¿Invitas a muchas personas?
—Depende.
—Me encantaría conocerla algún día —dijo, inclinándose ligeramente—. Adoro el océano. Y ya sabes, estoy lanzando mi startup de wellness. Hacemos retiros de meditación y yoga, pero con un toque de lujo. Necesitamos inversionistas que entiendan el mercado premium...