Día 7 - Almacén de Distribución, 5:47 AM
El despertador—un pedazo de plástico de ocho dólares que sonaba como alarma de incendio diseñada por sádicos—destruyó el sueño de Arturo trece minutos antes de lo necesario. Había aprendido en seis días que llegar "a tiempo" significaba llegar tarde. En el mundo de personas sin recursos, "a tiempo" significaba quince minutos temprano, café ya en sistema, listo para trabajar cuando el reloj marcara la hora oficial.
Su cuerpo protestó al levantarse. Cada músculo gritaba en idiomas que no sabía que existían. Los primeros tres días había creído que se estaba muriendo. Ricardo había mandado médico privado en secreto (violando términos del experimento) solo para confirmar que no, Arturo solo estaba experimentando lo que sucede cuando cuerpo acostumbrado a gimnasios boutique enfrenta labor física real.
"Tiene microlesiones en fibras musculares consistentes con trabajo manual intenso," había explicado el médico con tono que sugería esto era obvio para cualquier persona que trabajara para vivir. "Ibuprofeno, mucha agua, y su cuerpo se adaptará en dos semanas."
Arturo no tenía dos semanas. Tenía turno en trece minutos.
Se duchó en el baño compartido—aprendiendo las reglas no escritas: tres minutos máximo cuando otros esperaban, limpiar cabello del drenaje inmediatamente o enfrentar ira de Paola, nunca, jamás, usar el agua caliente de alguien más si estaban esperando su turno.
Un hombre que nunca había visto—cuarenta y tantos, tatuajes cubriendo brazos, rostro con geografía de vida difícil—estaba esperando cuando Arturo salió.
—Tres minutos, veintitrés segundos—dijo el hombre, mirando su reloj—. Estás aprendiendo. Primera semana usaste cinco minutos. Mejoría.
—Gracias... ¿creo?
—Danny. 4-B. Y no es cumplido. Es observación. Sobrevivir aquí requiere eficiencia—se dirigió al baño, luego se detuvo—. Vi tu cara en las noticias. El rico que cayó. Todos tienen opiniones al respecto.
—¿Cuál es la tuya?
Danny consideró, una mano en el marco de la puerta.
—Que el dinero no te hace diferente cuando te duchas. Todos chorreamos igual. Todo lo demás es teatro—entró al baño, conversación terminada.
Arturo regresó al 3-F, se vistió con ropa de trabajo que ahora olía permanentemente a sudor sin importar cuánto la lavara en la lavandería compartida del sótano, y bajó las escaleras hacia la calle.
El almacén estaba a veinte minutos caminando. Podría tomar autobús—un dólar veinticinco cada dirección—pero había hecho los cálculos: dos cincuenta diarios, cincuenta dólares mensuales. Con su salario de doce dólares por hora, esos cincuenta dólares representaban más de cuatro horas de trabajo después de impuestos.
Entonces caminaba. Como los otros.
Como Marco, el veterano ciego del 3-D que caminaba con bastón y memoria muscular hacia su trabajo como afinador de pianos. Como Paola, que salía a las 5 AM hacia su primer turno de tres trabajos. Como todos los invisibles que mantenían la ciudad funcionando mientras ricos dormían.
El amanecer pintaba el cielo en tonos que Arturo nunca había notado desde ventanas de penthouse. Desde nivel de calle, el mundo era diferente. Más crudo. Más real.
El almacén de distribución era edificio sin pretensiones en distrito industrial: concreto, funcional, con la elegancia estética de una prisión diseñada por contadores. Arturo llegó a las 5:52 AM.
Otros ya estaban ahí. Quince trabajadores con caras que mostraban cronología de turnos tempranos: Ricardo (diferente Ricardo, no su abogado—este era Ricardo Domínguez, cincuenta y dos, tres hijos, una hipoteca que lo perseguía como pesadilla), María de cincuenta y tantos con manos que habían empacado miles de cajas, Jorge el joven de veintidós tratando de ahorrar para universidad.
—Nuevo rico—saludó María, usando el apodo que se había pegado—. Día siete. Impresionante. La mayoría de ustedes renuncia en tres.
—¿Ustedes?
—Gente que trabaja aquí porque quiere historia interesante para cócteles, no porque necesita pagar renta—pero sonrió al decirlo—. Aunque tú sigues viniendo. O realmente necesitas el dinero o estás probando algo.
—Tal vez ambos.
—Honesto. Me gusta—ella le tiró guantes de trabajo—. Turno de hoy: recepción. Camiones llegan cada treinta minutos. Descargas, escaneas, apilas. Ocho horas. Una pausa de treinta minutos. Sin teléfono en piso de almacén. ¿Preguntas?
—No.
—Bien. Porque no tengo tiempo para responderlas.
El turno comenzó exactamente a las 6 AM cuando primer camión retrocedió hacia la bahía de carga con pitido que Arturo había aprendido a odiar visceralmente.
Las cajas eran pesadas. No "pesadas" de la forma que gimnasio boutique de Arturo simulaba con pesas elegantes. Pesadas de forma que significaban algo: contenido real, trabajo real, dolor real cuando las levantabas incorrectamente.
Arturo aprendió esto el día dos cuando intentó levantar caja de cuarenta kilos con la espalda en lugar de las piernas. Ricardo Domínguez—quien había trabajado aquí diecisiete años—lo corrigió con paciencia de alguien que había entrenado muchos principiantes.
"Piernas, no espalda. Porque cuando arruines tu espalda, no hay seguro de salud aquí que cubra la cirugía que necesitarás. Y entonces no puedes trabajar. Y entonces no puedes comer."
La lección se había quedado.
Para las 8 AM, Arturo había descargado tres camiones. Su camisa estaba empapada de sudor. Sus manos—alguna vez suaves, mantenidas con cremas caras—ahora desarrollaban callos en lugares nuevos. Su espalda dolía de formas que masajista de lujo nunca había experimentado.
Y extrañamente, maravillosamente, se sentía... vivo.
No feliz. El trabajo era brutal. Pero había claridad en él. Simplicidad. Cajas necesitaban moverse del punto A al punto B. No había política corporativa. No había maniobras estratégicas. No había mentiras calculadas.