El Gran Salón del Hotel Emperador era exactamente el tipo de espacio que Arturo De la Vega habría considerado "adecuado" en su vida anterior: candelabros de cristal que costaban más que casas, mármol italiano en cada superficie, arreglos florales que requerían equipos completos de floristas para ensamblar. Quinientas personas de la élite empresarial del país circulaban con copas de champán de quinientos dólares la botella, intercambiando tarjetas de presentación y sonrisas calculadas.
La Gala Anual de Innovación Empresarial era el evento del año en círculos corporativos—parte ceremonia de premios, parte sesión de networking, parte exhibición de quien tenía el traje más caro y los contactos más importantes. Arturo había asistido cinco veces antes como heredero De la Vega, siempre aburrido, siempre sintiéndose superior a la pompa de todo.
Esta noche, asistía como Arturo Vega, asistente ejecutivo de Adelina Gómez, y cada detalle se sentía diferente bajo ese lente.
Se paró cerca de la entrada del salón, ajustando el nudo de su corbata por tercera vez en diez minutos. Su traje—el mejor de sus tres trajes modestos, azul marino de una marca respetable pero no lujosa—se sentía repentinamente inadecuado comparado con los Armani y Tom Ford que poblaban la sala. Nadie lo miraba dos veces. Era invisible, otro asistente ejecutivo entre docenas, parte del fondo mientras los verdaderos jugadores de poder brillaban en primer plano.
La ironía no se le escapaba: esto era lo que había buscado con su experimento, ¿verdad? Ser valorado por algo más allá de su estatus. Ser invisible como heredero, visible solo por mérito.
Entonces, ¿por qué se sentía como estar desnudo en público?
—Arturo, ahí está.
Se volteó para ver a Adelina caminando hacia él, y su respiración se atascó involuntariamente.
Siempre la había visto profesionalmente vestida—trajes sastre en tonos neutros, maquillaje mínimo, joyas discretas. Pero esta noche era diferente. Llevaba un vestido de noche azul medianoche que de alguna manera lograba ser simultáneamente elegante y modesto, ajustándose a su figura de formas que sus trajes de negocios nunca revelaban pero sin cruzar ninguna línea de profesionalismo. Su cabello, usualmente en su moño perfecto, estaba peinado en ondas suaves sobre sus hombros. Llevaba maquillaje más dramático que lo usual—ojos ahumados que hacían que sus ojos café se vieran casi dorados bajo las luces de los candelabros.
Se veía... deslumbrante. Y completamente incómoda con ello.
—¿Muy exagerado? —preguntó ella, notando su mirada—. Mi asistente de imagen insistió. Aparentemente, "proyectar feminidad accesible" es importante para "suavizar mi imagen corporativa." —Las comillas audibles en su tono transmitían exactamente lo que pensaba de ese consejo.
—Se ve hermosa —dijo Arturo honestamente, luego se apresuró a agregar—. Profesionalmente apropiada para el evento, quiero decir.
Adelina sonrió ligeramente, y él captó un destello de... ¿era alivio? ¿Placer?
—Gracias. Aunque preferiría estar en mi oficina revisando los números del trimestre. —Miró alrededor del salón con una expresión que sugería que preferiría un tratamiento de conducto—. Ocho premios que entregar, dieciséis discursos que escuchar, incontables conversaciones superficiales que navegar. ¿Por qué hacemos esto nuevamente?
—Porque GRUPO GÓMEZ patrocina la mitad de los premios y su ausencia sería notada —respondió Arturo, repitiendo la justificación que ella misma había dado cuando rechazó asistir tres veces antes de que su equipo de relaciones públicas la convenciera.
—Correcto. El precio de la influencia. —Respiró profundamente, recomponiendo su expresión en la máscara de CEO profesional—. Está bien. Tengo que hacer rondas. Quédese cerca pero no demasiado cerca. Si veo que necesito rescate de alguna conversación particularmente insufrible, le haré la señal.
—¿Cuál es la señal?
—Me tocaré el lóbulo de la oreja derecha. Entonces invente alguna emergencia que requiera mi atención inmediata.
—Entendido. Sistema de señales establecido.
Adelina empezó a alejarse, luego se detuvo y se volteó.
—Y Arturo, si usted necesita rescate de alguna conversación aburrida, tiene permiso de usar mi nombre. "Disculpe, la señora Gómez necesita consultarme sobre algo." Nadie cuestionará eso.
Era un pequeño gesto de consideración—reconociendo que las siguientes horas serían tan agotadoras para él como para ella—y Arturo lo apreciaba más de lo que podía expresar.
—Gracias.
Adelina asintió y se adentró en el mar de trajes caros y vestidos de diseñador, transformándose instantáneamente en Adelina Gómez, CEO, sonriendo y estrechando manos con la gracia practicada de alguien que había nacido en este mundo.
Arturo la siguió a distancia respetuosa, ocupando el espacio liminal de "claramente con ella pero no de ella." Observó mientras navegaba conversaciones con ejecutivos, políticos, otros herederos de imperios corporativos. Era fascinante verla operar en este ambiente—la forma en que ajustaba su tono para diferentes audiencias, cómo podía ser cálida sin ser débil, firme sin ser fría, inteligente sin ser condescendiente.
También fue fascinante—y profundamente incómodo—observar cómo los hombres la miraban.
No con el respeto profesional que veía en la oficina. Con algo más crudo. Apreciación. Interés. Deseo apenas velado detrás de sonrisas corporativas.
Arturo reconoció las miradas porque él mismo había dado esas miradas innumerables veces en eventos como este. La evaluación calculada de una mujer hermosa y poderosa como posible conquista, como adición valiosa a la colección de uno.
Le revolvió el estómago verlo dirigido hacia ella.
Estaba procesando esta realización incómoda—que tal vez había sido exactamente ese tipo de hombre más veces de las que quería admitir—cuando un hombre se acercó a Adelina con la confianza de alguien acostumbrado a que las puertas se abrieran a su paso.