El lunes amaneció con ese tipo de claridad brutal que solo existe después de tormentas—cielo azul sin nubes, luz dura que no dejaba sombras donde esconderse. Arturo se despertó a las 6 AM sin alarma, cuerpo respondiendo a adrenalina que había estado acumulándose desde que envió el mensaje a Adelina.
Veinticuatro horas hasta la confesión.
Se duchó, se afeitó por primera vez en cuatro días, se vistió con ropa limpia. Café negro, dos aspirinas preventivas aunque no tenía dolor de cabeza todavía. Rutina matutina de alguien preparándose para batalla.
Pero antes de enfrentar a Adelina—antes de detonar la bomba que destruiría todo lo que había construido durante diez meses—había una conversación más que necesitaba tener. Un círculo que cerrar.
No porque fuera necesario para la confesión. Sino porque si iba a empezar a ser honesto, necesitaba entender completamente las mentiras que se había contado a sí mismo desde el principio.
Y eso significaba confrontar a la persona cuyo "rechazo" había solidificado su deseo de venganza: Adriana Molina.
El estudio de Adriana estaba en el distrito de artes—área de almacenes reconvertidos donde artistas, fotógrafos y diseñadores habían colonizado espacios industriales y los habían transformado en galerías improvisadas. Su estudio ocupaba tercer piso de edificio de ladrillo que probablemente había sido fábrica textil un siglo atrás.
Arturo había buscado la dirección en línea, había verificado horarios de apertura del estudio. Lunes, 10 AM - 6 PM. Por cita o visita casual bienvenida.
Eran las 10:15 cuando empujó la puerta de vidrio con nombre de Adriana en letras doradas: "ADRIANA MOLINA - FOTOGRAFÍA DOCUMENTAL."
El espacio era exactamente lo que esperaba y nada como imaginaba simultáneamente. Techos altos con vigas de madera expuestas, ventanas industriales que dejaban entrar luz natural en ángulos dramáticos. Paredes blancas cubiertas con fotografías en varios estados de curaduría—algunas enmarcadas profesionalmente, otras simplemente clavadas con tachuelas, algunas todavía en hojas de contacto con notas escritas a mano.
Y en el centro del espacio, ADRIANA MOLINA estaba parada frente a mesa grande de trabajo, organizando impresiones para lo que obviamente era exhibición en preparación.
Lucía exactamente como la recordaba—cabello oscuro en trenza larga sobre un hombro, jeans manchados de químicos fotográficos, camiseta de algodón gris, sin maquillaje. Su rostro tenía esa calidad atemporal de personas que viven más en sus cabezas que en espejos: podría tener veintiocho o treinta y cinco o cuarenta, imposible de decir.
No había escuchado la puerta abrirse por encima de música que tocaba suavemente—algo en español, guitarra y voz femenina melancólica.
—Disculpa, estaré contigo en un segundo. —Llamó sin mirar arriba, enfocada en ajustar orden de dos impresiones—. Solo necesito... perfecto.
Finalmente levantó la vista, y su expresión cicló a través de sorpresa, reconocimiento, y algo que podría haber sido cautela o curiosidad.
—¿Arturo? —Dejó las impresiones, se limpió manos en jeans—. Wow. No esperaba... ¿Cómo estás?
—Adriana. —Arturo se quedó cerca de la puerta, repentinamente inseguro—. Espero que esté bien que apareciera así. Vi en tu sitio web que aceptas visitas sin cita.
—Sí, está bien. Solo sorprendida. —Caminó hacia él, mantuvo distancia conversacional apropiada—. Escuché que conseguiste trabajo con Adelina Gómez. Eso es increíble. Felicidades.
—Gracias. Ha sido... educativo.
—Apuesto. Ella tiene reputación de ser brillante pero exigente. —Adriana gesticuló alrededor del estudio—. Como puedes ver, estoy preparando nueva exhibición. Se abre en dos semanas. 'Segundas Oportunidades' es el tema. Personas que reinventaron sus vidas después de pérdidas mayores.
Arturo miró alrededor con más atención. Las fotografías eran impresionantes—retratos en blanco y negro con profundidad emocional que te golpeaba físicamente. Un hombre mayor con cicatrices de quemaduras cubriendo brazos, sonriendo mientras sostenía herramientas de carpintería. Una mujer transgénero a mitad de transición, mitad de su rostro maquillado, mitad sin maquillaje, expresión de determinación feroz. Un joven en silla de ruedas enseñando clase de baile.
Cada imagen contaba historia de supervivencia, transformación, resiliencia.
—Son extraordinarias. —Y lo eran. No era cumplido vacío—. Capturas algo... esencial. No solo documentes situaciones. Muestras humanidad debajo.
—Gracias. Ese es siempre el objetivo. —Adriana se apoyó contra mesa de trabajo—. ¿Entonces qué te trae aquí? No creo que sea solo para admirar mi trabajo, aunque aprecio eso.
Directa como siempre. Era una de las cosas que había admirado sobre ella—ningún juego, sin conversación superficial innecesaria.
—Tienes razón. Vine porque necesito hacerte una pregunta. Y necesito que seas brutalmente honesta, como siempre eres.
—Está bien. —Adriana cruzó brazos, no defensiva pero preparándose—. Pregunta.
—¿Por qué te alejaste? Cuando pensaste que había perdido todo. Creí que éramos amigos. Creí que habíamos conectado. Pero te fuiste, y necesito entender por qué.
Adriana lo miró durante largo momento, expresión imposible de leer.
—¿Es esto para tu proceso de sanación o estás escribiendo libro de quejas?
A pesar de todo, Arturo casi sonrió.
—Proceso de sanación. Creo. Estoy tratando de entender qué realmente pasó versus qué creí que pasó.
—Está bien. Honestidad brutal, como pediste. —Adriana se enderezó—. Me alejé porque pensé que eso era lo que necesitabas. Dignidad. Espacio. No lástima.
—Pero te ofreciste quinientos dólares y lista de refugios. Eso se sintió como lástima.
—Era ayuda práctica, no lástima. Hay diferencia. —Su tono era paciente pero firme—. Mira, Arturo, cuando nos conocimos, me hablaste constantemente sobre cómo odiabas que personas se te acercaran por tu dinero. Sobre cómo querías ser valorado por quien eras, no por lo que tenías. ¿Recuerdas esas conversaciones?
Editado: 26.11.2025