Arturo se quedó sentado en su auto durante no sabía cuánto tiempo. Diez minutos. Treinta. Una hora. El tiempo se había vuelto fluido, sin significado.
Eventualmente, su teléfono vibró. Ricardo.
—¿Arturo? ¿Ya terminaste? ¿Cómo fue?
—Exactamente como esperaba. Devastador. Ella me pidió que me fuera. Dijo que me contactaría cuando estuviera lista. Podría ser nunca.
—Lo siento, amigo.
—No lo sientas. Esto era inevitable. —Arturo limpió sus ojos—. Pero Ricardo, no terminé. No le dije todo.
—¿Qué? ¿Qué más hay?
—Los celos. Sebastián, Eduardo, Mariana—todos cortejándola mientras yo solo podía observar. La impotencia de amarla sin poder competir porque revelar verdad significaba perder todo. Y... no le dije exactamente qué tan profundo va mi amor. Me acobardé a mitad.
—Arturo, le dijiste suficiente por un día. Déjala procesar—
—No. Ella merece verdad completa. No versión editada. No confesión parcial que me hace sentir mejor sobre mí mismo pero todavía oculta piezas. —Su voz se endureció con determinación—. Voy a regresar.
—¿Ahora? ¿Te pidió que te fueras—
—Lo sé. Pero si voy a perderlo todo de todas formas, al menos voy a asegurarme de que sea por verdad completa, no verdad a medias.
Colgó antes de que Ricardo pudiera argumentar, salió del auto, regresó al edificio.
Presionó el intercomunicador de nuevo.
—¿Sí? —La voz de Adelina sonaba ronca, había estado llorando.
—Soy yo. Sé que pediste que me fuera. Pero no terminé. Por favor. Cinco minutos más.
Silencio largo. Luego sonido de puerta desbloqueándose.
Subió de nuevo. Mismos pisos. Mismo pasillo. Misma puerta 1204.
Esta vez estaba entreabierta. Entró sin tocar.
Adelina estaba parada junto a ventana, brazos envueltos alrededor de sí misma, mirando parque abajo. No se volvió cuando entró.
—Dijiste que te irías.
—Dije que te diría toda la verdad. No terminé.
—Arturo, no puedo... no puedo manejar más ahora mismo.
—Lo sé. Y lo siento. Pero esto es parte de verdad que necesitas para entender completamente. No solo qué hice, sino por qué cada día fue más insoportable que el anterior.
Finalmente se volvió. Sus ojos estaban rojos, maquillaje corrido. Lucía pequeña, vulnerable de formas que nunca había visto.
—Cinco minutos. Entonces realmente te vas.
—Cinco minutos. —Arturo se quedó cerca de puerta, manteniendo distancia—. No te dije sobre los celos. Sobre tener que observarte siendo cortejada por hombres que podían ofrecerte todo lo que yo fingía no tener.
—¿Sebastián Mora? Ya mencionaste que él descubrió—
—No solo que descubrió. Que lo observé perseguirte implacablemente. Cada invitación a cena que le dabas paciencia que nunca me diste. Cada vez que tocaba tu brazo y tú no te apartabas inmediatamente. Y yo tenía que estar ahí, tu asistente, coordinando encuentros, reservando restaurantes, sonriendo profesionalmente mientras se moría por dentro.
Su voz se quebró ligeramente.
—Eduardo Salinas. El heredero hotelero que tus padres querían que consideraras. Tuve que organizar sus citas. Literalmente reservar mesas en restaurantes más románticos de la ciudad para que otro hombre te cortejara. Escuchar cómo hablabas de él—'es agradable, inteligente, apropiado'—y saber que yo nunca podría ser esas cosas. No como Arturo Vega.
—Arturo, no tenías que hacer eso—
—Sí tenía. Era mi trabajo. Y cada vez era recordatorio de que había construido prisión perfecta para mí mismo. Amándote. Incapaz de competir. Incapaz de confesar. Solo... observando mientras hombres mejores que yo—hombres honestos, hombres de tu nivel social—intentaban ganarte.
Caminó más cerca, deteniéndose a distancia respetuosa.
—Y Mariana Osorio. Ella fue peor de cierta forma porque te vi sonreír con ella de formas que nunca sonreíste conmigo. Vi química real. Vi posibilidad de algo genuino. Y tuve que confrontar idea de que tal vez mi género era obstáculo, no solo mi mentira. Que tal vez nunca hubiera tenido chance de todas formas.
—Ella me rechazó. —La voz de Adelina era quieta—. Educadamente. Pero definitivamente.
—Lo sé. Y debí sentirme aliviado. En cambio me sentí... nada. Porque incluso si ella no era competencia, alguien más eventualmente sería. Alguien honesto. Alguien apropiado. Alguien que no estaba construyendo relación completa sobre engaño fundamental.
Arturo se dejó caer en sofá, agotamiento finalmente alcanzándolo.
—La impotencia fue lo peor. No poder competir. No poder declarar mis intenciones. No poder ser nada excepto tu asistente leal mientras internamente me desmoronaba viendo otros hombres intentar ganarte. Sabiendo que cualquiera de ellos sería mejor pareja que yo porque al menos eran honestos sobre quiénes eran.
—¿Entonces por qué no confesaste antes? Antes de que llegara a esto. Cuando todavía había chance de... no sé, construcción de algo real.
—Porque soy cobarde. —Simple. Directo—. Porque mientras no confesara, podía mantener ilusión. Podía fingir que proximidad era suficiente. Que trabajar junto a ti, escucharte, ocasionalmente hacerte reír—que eso era suficiente.
—Pero no lo era.
—No. Y cada día, culpa crecía. Cada vez que confiabas en mí con decisión importante. Cada vez que compartías vulnerabilidad. Cada vez que me llamabas 'amigo' o decías que te preocupabas por mí—era cuchillo retorciéndose porque sabía que no lo merecía.
Se levantó, caminó hacia ella. Ella no retrocedió pero tensión en su postura aumentó.
—Entonces aquí está parte final de verdad, la parte que es más importante que todas las mentiras: Te amo, Adelina. Profundamente. Irrevocablemente. No de forma superficial o casual o conveniente. Te amo de formas que me asustan porque nunca antes sentí esto.
—Amo tu mente brillante que puede desmantelar argumentos defectuosos con tres preguntas. Amo tu corazón generoso que donas cien mil anónimamente y lo descartas como 'tengo más de lo que necesito.' Amo cómo cargas peso de imperio con gracia que hace parecer fácil aunque sé que es agónico.
Editado: 26.11.2025