El silencio se extendió entre ellos como un abismo. Arturo se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, un gesto torpe y demasiado humano para el hombre pulido que había pretendido ser durante meses. Se sentía desnudo, expuesto, cada capa de pretensión arrancada hasta dejar solo la verdad cruda y fea de lo que era.
Finalmente, reunió el coraje para hacer la pregunta que más temía.
—¿Me odia?
Su voz sonó pequeña, infantil. No era la voz de Arturo De la Vega, heredero de una fortuna. Ni siquiera la voz de Arturo Vega, el asistente humilde que había fingido ser. Era solo la voz de un hombre roto esperando el veredicto que sabía que merecía.
Adelina lo miró durante un largo momento, sus ojos oscuros estudiándolo con una intensidad que hacía que Arturo quisiera apartar la mirada. Pero no lo hizo. Le debía al menos esto: enfrentar su juicio sin esconderse.
—No —dijo ella finalmente, y había una suavidad genuina en su voz que sorprendió a Arturo—. No lo odio, Arturo.
Hizo una pausa, buscando las palabras correctas.
—Estoy decepcionada. Profundamente decepcionada. —Cada palabra caía con el peso de una verdad innegable—. Estoy herida. Me siento traicionada, usada como parte de un experimento retorcido del que nunca pedí ser parte. —Su voz se endureció ligeramente—. Confié en usted. Le di oportunidades que no doy a nadie. Le conté cosas sobre mí misma, sobre mis dudas, mis miedos. Y todo ese tiempo usted estaba... mintiendo.
Arturo cerró los ojos, absorbiendo cada palabra como el castigo que era.
—Pero no lo odio —continuó Adelina, su tono suavizándose nuevamente—. Creo que es un hombre profundamente roto, Arturo. Alguien que ha estado tan herido, tan aislado por su riqueza y por la pérdida de su madre, que perdió completamente el mapa de cómo conectar con otros seres humanos de forma auténtica.
Abrió un cajón de su escritorio y sacó una caja de pañuelos, extendiéndosela. Un gesto simple, casi maternal, que hizo que Arturo sintiera un nudo aún más apretado en la garganta.
—Y reconozco... —Adelina se sentó finalmente, como si el peso de la conversación finalmente la hubiera agotado— que se necesitó coraje para venir aquí esta noche. Para confesarlo todo sabiendo perfectamente las consecuencias. Podría haber continuado con la mentira. Podría haber simplemente desaparecido, renunciado con alguna excusa y yo nunca hubiera sabido la verdad. Pero no lo hizo. Y eso... eso cuenta para algo.
Arturo tomó un pañuelo, más por tener algo que hacer con sus manos que por necesidad. Las lágrimas se habían secado, dejando solo un cansancio profundo que parecía penetrar hasta sus huesos.
—Entonces... —comenzó, sin saber cómo formular la pregunta.
—Su renuncia está aceptada, efectiva inmediatamente —dijo Adelina con una firmeza gentil pero inquebrantable—. Creo que ambos sabemos que es la única opción.
Arturo asintió. Por supuesto. No había esperado otra cosa.
—No tomaré acciones legales contra usted —continuó—. El trabajo que hizo aquí fue legítimo. Lo ganó con su capacidad, con sus ideas, con su dedicación. Eso no fue falso, ¿verdad?
—No —respondió Arturo rápidamente—. El trabajo fue real. Mi compromiso con los proyectos, con la fundación, con todo lo que hicimos juntos... eso fue real.
—Entonces no hay fraude laboral que perseguir. —Adelina exhaló lentamente—. Y francamente, Arturo, una batalla legal solo prolongaría mi exposición a esta situación. Quiero cerrar este capítulo, no extenderlo durante meses de litigios.
Hubo algo en su tono—una vulnerabilidad cuidadosamente contenida—que hizo que Arturo comprendiera cuánto le había costado a ella también esta conversación.
—Pero debe irse —agregó, mirándolo directamente—. No puedo trabajar con alguien en quien no confío. Y francamente, no sé si algún día podré volver a confiar en usted.
La puerta se estaba cerrando. Arturo lo sabía. Tal vez no con un portazo, pero cerrándose de todas formas, suave e irrevocablemente.
—Entiendo —dijo, y era verdad.
Adelina se inclinó hacia adelante, sus manos entrelazadas sobre el escritorio en una postura que Arturo había visto cientos de veces cuando ella estaba a punto de dar un consejo importante a un cliente o socio.
—Necesita ayuda profesional, Arturo. —No era un insulto. Era una prescripción—. Terapia. Real, honesta, difícil. El tipo de terapia donde no puede esconderse detrás de excusas o racionalizaciones. Donde tiene que desempacar todo el trauma, toda la herida, todo el mecanismo de defensa que lo llevó a hacer esto.
—Lo haré —prometió Arturo, y por primera vez en mucho tiempo, una promesa salió de sus labios sin cálculo, sin agenda oculta—. Ya... ya había pensado en eso.
—Bien. —Adelina asintió, algo en su expresión suavizándose imperceptiblemente—. Porque si no lo hace, Arturo, esto se repetirá. Tal vez no de la misma forma. Pero el patrón seguirá ahí. Y terminará destruyendo cualquier posibilidad de felicidad real que pueda encontrar.
Una pregunta ardía en el pecho de Arturo, una última esperanza desesperada que sabía que era ridícula, egoísta, completamente inmerecida. Pero no podía irse sin preguntar.
—¿Y nosotros? —Las palabras salieron apenas en un susurro—. ¿Alguna posibilidad...?
No terminó la frase. No necesitaba hacerlo.
La expresión de Adelina se volvió más triste, más suave, más final.
—No. —La palabra cayó como una sentencia—. No ahora. Tal vez nunca.
Arturo sintió algo romperse en su pecho, pero asintió. Lo había esperado. Lo merecía.
—No puedo considerar una relación con alguien que me mintió tan fundamentalmente, Arturo. —Adelina habló despacio, eligiendo cada palabra con cuidado—. Alguien que me usó como pieza en un experimento, que idealizó una versión de mí que existía solo en su imaginación. Que confundió admiración con amor, proyección con conexión real.
Se levantó de su silla y caminó hacia la ventana nuevamente, como si necesitara distancia para decir lo siguiente.
Editado: 26.11.2025