El edificio seguía siendo tan decrépito como lo recordaba. Quizás incluso peor—o tal vez Arturo simplemente lo había olvidado, sus recuerdos suavizados por el tiempo y la nostalgia selectiva. La pintura descascarada en las paredes exteriores, las ventanas agrietadas remendadas con cinta adhesiva, el olor persistente a humedad y desinfectante barato. Cuatro meses atrás, esto había sido su hogar fingido. Ahora parecía el escenario abandonado de una obra que nunca debió representarse.
Arturo se detuvo en la acera, su Mercedes negro—había vuelto a conducir sus propios autos, incapaz de mantener la charada del transporte público—destacando obscenamente entre los vehículos destartalados estacionados en la calle. Dos niños jugando fútbol en el callejón lo miraron con desconfianza antes de volver a su juego.
Era mediodía de un sábado. Cuatro meses después de confesarle todo a Adelina. Tres meses de terapia intensiva con la Dra. Torres. Y finalmente, finalmente, había reunido el coraje para regresar.
Subió las escaleras—el elevador nunca había funcionado bien—cada paso resonando en el pasillo vacío. Tercer piso. Puerta 3-B. El apartamento donde había vivido durante meses, fingiendo pobreza, documentando su experimento social, planeando venganzas que nunca ejecutó.
Tocó la puerta. Esperó. Silencio.
Tocó de nuevo, más fuerte esta vez. Nada.
Finalmente, la puerta del apartamento contiguo—3-C—se abrió. Una mujer mayor asomó la cabeza, su expresión mezclando curiosidad y sospecha.
—¿Busca a alguien?
—Sí, a... —Arturo se dio cuenta de que no sabía el apellido completo de Marco—. Al señor que vivía aquí. Marco. Mayor, ciego, veterano.
—Ah, Don Marco. —La mujer abrió la puerta un poco más—. Se mudó hace como dos meses. Él y la señora Sofía del 3-E. Se fueron al mismo tiempo.
El corazón de Arturo se hundió.
—¿Sabe adónde fueron?
La mujer lo estudió con ojos entrecerrados.
—¿Y usted quién es?
—Yo... solía vivir aquí. En el 3-B. Era amigo de ellos.
—Nunca lo vi por aquí.
—Fue hace un tiempo. Más de un año.
La mujer no parecía convencida, pero eventualmente se encogió de hombros.
—No sé exactamente dónde. Pero escuché a Sofía decirle a alguien que había conseguido trabajo en un restaurante comunitario. Algo de La Cocina del Pueblo o La Mesa Comunitaria, algo así. Al norte, creo.
—Gracias —dijo Arturo, sintiendo una mezcla de alivio y aprensión—. Muchas gracias.
La mujer asintió y cerró la puerta, dejando a Arturo solo en el pasillo silencioso.
Tomó tres semanas encontrarlos.
Tres semanas de buscar cada "restaurante comunitario" en la zona norte de la ciudad. De llamar, preguntar por Sofía Ramírez, enfrentar respuestas negativas una tras otra. De cuestionar si debía contratar un investigador privado—algo que su antigua versión hubiera hecho sin pensarlo dos veces—pero que ahora le parecía invasivo, otra forma de usar recursos para controlar una situación en lugar de enfrentarla con vulnerabilidad.
La Dra. Torres había sido clara: "Si va a reconectar con estas personas, hágalo honestamente. No use su dinero para encontrarlos como si fueran objetivos corporativos. Gane el derecho de verlos nuevamente."
Así que Arturo buscó a la antigua. Google Maps, llamadas telefónicas, caminatas por vecindarios que nunca había visitado antes. Y finalmente, un martes lluvioso, encontró el lugar.
"La Mesa del Barrio" - Restaurante Comunitario y Centro de Apoyo.
El edificio era modesto pero bien mantenido, pintado en tonos cálidos de terracota y amarillo. A través de las ventanas, Arturo podía ver mesas ocupadas por una mezcla diversa de comensales—familias, ancianos, algunos que claramente tenían recursos limitados aprovechando comidas subsidiadas, otros que parecían pagar precio completo para apoyar la misión del lugar.
Y allí, coordinando con un equipo de meseros, estaba Sofía.
Se veía diferente. Mejor. Su cabello estaba cortado de forma profesional, llevaba ropa limpia y práctica—jeans oscuros y una camisa del restaurante—y había algo en su postura que irradiaba confianza que Arturo no recordaba de antes. Como si finalmente estuviera parada en un lugar donde pertenecía.
Se quedó afuera durante diez minutos, observando a través de la ventana, preguntándose si tenía derecho de entrar. De interrumpir la vida que ella claramente había construido sin él.
La Dra. Torres había sido clara sobre esto también: "No está buscando perdón, Arturo. Está buscando hacer las paces. Hay una diferencia. Perdón es algo que ellos pueden o no dar. Hacer las paces es algo que usted necesita hacer por su propia sanación, sin expectativas de resultado."
Respiró profundamente y entró.
El restaurante olía a comida casera—arroz, frijoles, pollo guisado. Música suave tocaba en el fondo. Una joven mesera se acercó con una sonrisa.
—Bienvenido a La Mesa del Barrio. ¿Mesa para uno?
—En realidad... —Arturo miró hacia donde Sofía estaba revisando una orden de cocina—. ¿Podría hablar con la gerente? Con Sofía.
—Claro, un momento.
La mesera se acercó a Sofía, le dijo algo al oído, señaló hacia donde Arturo esperaba. Sofía levantó la vista, sus ojos encontrando los de él a través del comedor.
Por un segundo, su rostro no mostró reconocimiento. Luego, gradualmente, la realización llegó. Sus ojos se ampliaron. Su expresión pasó por varias emociones rápidamente—sorpresa, confusión, algo que podría haber sido enojo o podría haber sido simplemente cautela.
Se acercó, limpiándose las manos en su delantal.
—Arturo. —Su voz era neutral, cuidadosa—. No esperaba verte nunca más.
—Hola, Sofía. Yo... ¿Podríamos hablar?
Ella lo estudió durante un largo momento, sus ojos evaluando—no solo su apariencia física sino algo más profundo, como si estuviera tratando de leer sus intenciones.
—Estoy trabajando.
—Lo sé. Lo siento. Puedo volver más tarde, o...
Editado: 26.11.2025