Arturo llegó al café con veinte minutos de anticipación. Era un lugar neutral que había elegido cuidadosamente—ni demasiado cerca de las oficinas de GRUPO GÓMEZ ni de la fundación, ni demasiado elegante ni demasiado casual. Un espacio intermedio en un vecindario intermedio, como gran parte de su vida ahora parecía ser.
Se sentó en una mesa junto a la ventana con vista a la calle, pidió un café que no bebió, y trató de calmar la ansiedad que había estado construyéndose durante los últimos siete días.
Siete días de anticipación. De analizar cada palabra del email de Adelina a pesar de los recordatorios constantes de Marco y la Dra. Torres de no hacerlo. De cambiar su atuendo tres veces esa mañana—primero demasiado formal, luego demasiado casual, finalmente asentándose en un término medio profesional pero no ostentoso.
Había hecho suficiente terapia, suficiente trabajo interno, para saber que no debía idealizar este momento. Que Adelina probablemente estaba viniendo con una agenda puramente profesional. Que cualquier esperanza romántica que albergara era probablemente proyección de su parte.
Pero saber eso intelectualmente y sentirlo emocionalmente eran dos cosas diferentes.
Revisó su reloj: 2:53 PM. Siete minutos para las 3 PM. Su corazón latía más rápido de lo que querría admitir. Sus manos, posadas sobre la mesa, estaban ligeramente húmedas. Se obligó a respirar—la técnica de respiración que la Dra. Torres le había enseñado para momentos de ansiedad alta.
Inhala por cuatro. Sostén por cuatro. Exhala por cuatro. Sostén por cuatro.
Las 3:00 PM llegaron y pasaron. Luego 3:05. 3:10.
A las 3:12, Arturo sintió un momento familiar de duda. ¿Y si había cambiado de opinión? ¿Y si esto era algún tipo de prueba que él ya había fallado al venir? ¿Y si—
La puerta del café se abrió.
Y allí estaba ella.
Adelina Gómez lucía diferente de como la recordaba. Dieciocho meses habían pasado, y aunque físicamente se veía casi igual—misma altura, mismos rasgos agudos, misma presencia que comandaba atención—había algo fundamentalmente distinto en ella.
Su cabello, que antes siempre llevaba en un moño apretado y perfectamente controlado, ahora caía ligeramente suelto en ondas suaves sobre sus hombros. Llevaba menos maquillaje, o tal vez solo más natural. Y su expresión—esa tensión perpetua que solía marcar sus rasgos, como si estuviera constantemente resolviendo problemas en su cabeza—parecía suavizada.
Se veía... más relajada. Como si hubiera dejado caer un peso que no se había dado cuenta que estaba cargando.
Adelina lo vio y caminó hacia la mesa. Arturo se levantó automáticamente, sin saber si debía extender la mano o esperar su señal.
—Arturo. —Su voz era cálida, sin la formalidad cortante que había esperado—. Perdón por llegar tarde. La reunión de junta se extendió.
Extendió su mano. Él la estrechó—firme, profesional, pero con una calidez que no estaba completamente vacía de significado personal.
—No hay problema. Adelina. —Usar su nombre de pila se sentía extraño después de meses de referirse a ella solo en conversaciones con su terapeuta o en la privacidad de sus propios pensamientos—. Gracias por venir.
Una pequeña sonrisa tocó los labios de ella—no la sonrisa profesional que recordaba de reuniones corporativas, sino algo más genuino.
—Gracias a ti por aceptar reunirte. —Se sentó, colocando su bolso de diseñador (más modesto que los que solía llevar, notó) en la silla vacía—. Este lugar es agradable. Diferente de mis lugares habituales.
—Ese era el punto. —Arturo se sentó también, tratando de encontrar el equilibrio entre relajado y alerta—. Neutral. Intermedio.
—Como gran parte de tu vida ahora, imagino. —No era juicio, solo observación.
Un mesero se acercó. Adelina pidió té verde—antes habría sido espresso triple—y cuando llegó, la sostuvo con ambas manos, como si estuviera saboreando la calidez, no solo la cafeína.
—Entonces. —Adelina dejó su taza en la mesa, sus ojos encontrando los de él directamente—. He estado siguiendo el trabajo de Fundación Nuevo Comienzo.
—Eso mencionaste en el email.
—No fue solo investigación superficial. —Se inclinó ligeramente hacia adelante—. Leí cada artículo publicado sobre la fundación. Hablé con Carmen Reyes personalmente—fue a presentar un caso de negocio para otro emprendedor en su vecindario. Revisé tus estados financieros públicos. Contacté a dos de tus beneficiarios sin anunciarme como CEO de GRUPO GÓMEZ, solo como alguien interesada en sus servicios.
Arturo parpadeó, impresionado por la exhaustividad.
—¿Y qué encontraste?
—Autenticidad. —La palabra salió simple pero cargada de significado—. No el tipo performativo de filantropía que los ricos hacen para sentirse mejor consigo mismos o para deducciones fiscales. Autenticidad real. Respeto genuino. Un modelo que trata a los beneficiarios como socios, no como casos de caridad.
Hizo una pausa, tomando un sorbo de su té.
—Carmen me dijo algo interesante. Le pregunté por qué había elegido trabajar con tu fundación en lugar de buscar financiamiento bancario tradicional. Dijo: 'Porque Arturo y su equipo me vieron como persona primero, emprendedora segundo, y receptora de caridad nunca.' Eso... eso resonó.
Arturo sintió una mezcla de orgullo y humildad. Carmen había articulado exactamente lo que estaban tratando de hacer.
—No puedo tomar crédito completo por eso. Marco y Sofía—
—Sofía Ramírez y Marco Sandoval. Sí, investigué sobre ellos también. —Adelina sacó su tableta, abriéndola a una presentación claramente preparada—. Directora de Operaciones con salario de seis cifras negociado agresivamente. Director de Ética que es un veterano ciego que vivió en el mismo edificio donde tú... —hizo una pausa significativa— fingiste vivir.
Las palabras "fingiste vivir" colgaron en el aire por un momento. Adelina había elegido mencionarlo, no ignorarlo. Arturo apreciaba la honestidad.
Editado: 26.11.2025