Adelina respiró profundamente, sus manos entrelazándose frente a ella—un gesto nervioso que Arturo nunca había visto en ella antes. La ejecutiva siempre confiada, siempre en control, de repente se veía tan vulnerable como él se sentía.
—Durante estos meses, trabajando contigo nuevamente... —comenzó, sus ojos nunca dejando los de él— he visto a una persona diferente.
Arturo abrió la boca para hablar, pero ella levantó una mano gentilmente.
—Déjame terminar. Necesito decir esto todo antes de que pierda el valor.
Él asintió, su corazón latiendo tan fuerte que dolía.
—No veo al hombre que me mintió. —Su voz era firme ahora, ganando fuerza—. No veo al heredero arrogante que diseñó experimentos sociales en lugar de ir a terapia. No veo al empleado que me idealizó y puso en un pedestal.
Dio un paso más cerca.
—Veo a alguien que hizo el trabajo difícil de cambiar. Y no me refiero al tipo superficial de cambio donde solo aprendes qué decir para sonar mejor. Me refiero al cambio real, doloroso, transformador. El tipo que solo viene de enfrentar tus peores partes y elegir activamente ser diferente.
Las palabras lavaban sobre Arturo como olas—cada una llevando peso, significado, validación que ni siquiera sabía que necesitaba.
—Veo cómo tratas a Marco y Sofía. No como empleados o accesorios de redención, sino como iguales. Como maestros. Como amigos. —Adelina sonrió levemente—. Veo cómo escuchas a Carmen cuando explica sus desafíos de inventario. Cómo te sientas con Javier y realmente procesas lo que significa darle segundas oportunidades a personas con pasados complicados.
Hizo una pausa, respiración profunda.
—Y veo cómo me tratas a mí. Sin pretensiones ahora. Sin agenda oculta. Solo... honestidad. Incluso cuando es incómodo. Especialmente cuando es incómodo.
El silencio se extendió por un momento. Las luces de la ciudad parpadeaban detrás de ellos, testigos silenciosos de este momento que se sentía simultaneamente monumental e íntimo.
—Y me he dado cuenta de algo. —Su voz bajó, volviéndose casi susurro—. Te echaba de menos.
El corazón de Arturo se detuvo.
—No al asistente. No a la versión de ti que fingías ser. —Adelina dio otro paso, ahora estaban a menos de un metro de distancia—. A ti. La persona real debajo de todo. El hombre que está aprendiendo a ser vulnerable sin colapsar. Que puede admitir cuando está equivocado sin desmoronarse. Que puede sentarse en ambigüedad moral sin necesitar respuestas simples.
Arturo sintió su garganta apretarse. Quería hablar, quería decir algo, pero las palabras se atascaban detrás de la emoción que amenazaba con desbordarse.
—No sé si esto puede funcionar. —Adelina continuó, su honestidad brutal pero no cruel—. Ambos somos personas complicadas con horarios que siguen siendo más intensos de lo ideal. Ambos tenemos heridas que no han terminado de sanar. Yo todavía tengo momentos donde recuerdo la traición y duele. Tú todavía tienes que luchar contra viejos patrones de idealización.
Se detuvo frente a él ahora, tan cerca que podía ver las pequeñas líneas de expresión alrededor de sus ojos, las señales de meses de trabajo terapéutico, noches de insomnio procesando, crecimiento que no venía fácil.
—Pero me gustaría intentarlo. —Las palabras salieron firmes, decisivas, sin vacilación—. No una fantasía romántica donde todo es perfecto y nos rescatamos mutuamente de nuestra soledad. No un cuento de hadas donde el amor conquista todo y vivimos felices para siempre sin esfuerzo.
Levantó su mano, casi tocando su mejilla pero aún no.
—Una relación real. Donde nos esforzamos. Donde nos equivocamos. Donde tenemos conversaciones difíciles sobre límites y necesidades y expectativas. Donde algunos días son fáciles y hermosos y otros días son trabajo duro. Donde seguimos intentando incluso cuando es incómodo.
Arturo sintió lágrimas comenzar a formarse—no de desesperación o necesidad o la validación hambrienta que había buscado durante tanto de su vida. Sino de gratitud. Gratitud pura, simple, abrumadora.
—Yo también quiero intentarlo. —Su voz salió ronca, cargada de emoción—. Dios, Adelina, yo también quiero intentarlo.
Pero entonces recordó algo. Algo importante. Algo que la Dra. Torres había enfatizado una y otra vez: Honestidad completa, incluso cuando—especialmente cuando—es aterrador.
—Pero necesito que sepas algo. —Se forzó a continuar antes de que perdiera el valor—. Ya no busco validación a través de ti. Ya no necesito que me 'ames a pesar de no tener dinero' o que respondas alguna pregunta existencial sobre mi valor.
Las lágrimas corrían libremente ahora, pero su voz se mantuvo firme.
—Ya no te estoy poniendo en un pedestal. Ya no necesito que seas perfecta o que me salves o que llenes algún vacío que mi madre dejó. Solo quiero conocerte. Realmente conocerte. La Adelina que tiene ataques de pánico en baños corporativos. Que lucha con delegar control. Que a veces trabaja hasta tarde no porque necesita sino porque es más fácil que sentarse con silencio.
Dio un paso más cerca, cerrando la distancia a solo centímetros.
—Quiero conocer tus defectos, tus neurosis, tus días malos. Quiero estar presente cuando estás estresada e imposible. Quiero ver cómo eres cuando no estás siendo CEO o socia de negocios o la versión pulida que muestras al mundo.
Su voz se suavizó, pero no perdió intensidad.
—Y quiero que tú me conozcas. Al Arturo que todavía tiene días donde quiere controlar situaciones. Que a veces idealiza sin darse cuenta. Que está haciendo el trabajo pero no está 'arreglado' porque nadie nunca está completamente arreglado.
Sostuvo su mirada, vulnerable pero no necesitado.
—Quiero ver si lo que construimos juntos—esta amistad, este respeto, esta honestidad—puede ser base para algo más. No porque necesito que sea, sino porque quiero que sea. Y esa diferencia... esa diferencia lo es todo.
Editado: 26.11.2025