—No te preocupes, solo permanece así durante unos minutos —indicó el rubio ante la angustia de ella.
—¿Yo… No debería… ?
—Tal vez le caes bien a Cupido —comentó con tono divertido limpiando unos vasos.
Darlene respiró hondo y observó la barra con preocupación. ¿Y si acababa convertida en un sapo? ¿Había hecho lo correcto al ir allí? Regresó la mirada hacia Eric y ya volvía a ser él, parecía refunfuñar mientras tomaba su abrigo y se marchaba de allí con rapidez.
Se sintió culpable por un momento y deseó correr tras él para disculparse y explicarle lo que había ocurrido. Estuvo a punto de hacerlo cuando el barman volvió a hablar.
—Si te dijera que no me gustan las fresas, ¿crees que es culpa de ellas? —preguntó—. No. No lo es, así como tampoco es mi culpa. A veces las personas no coinciden, pero eso no significa que uno de los dos haya hecho algo malo.
—¿Y si acabo convertida en un sapo para siempre?
El barman rio apoyándose en la barra de nuevo. Su perfume consiguió calmar un poco la angustia de Darlene.
—Dudo que Cupido sea tan cruel contigo —consoló.
Ella suspiró aún no muy convencida y él extendió su mano hasta tocar la suya. Su toque era suave, tan delicado como la piel de un bebé recién nacido. No hubo una corriente eléctrica recorriéndola, pero sintió la calma y confianza de que su corazón estaba a salvo, de que estaba abrigada en un feroz invierno, de que tenía una risa deslumbrante inundando un demoledor silencio.
La joven respondió a la acaricia y estaba por decir algo cuando alguien más los interrumpió.
—Piden pócimas de Cupido —dijo otro barman que tenía el cabello castaño y los ojos azules. Su cabello era lacio y sus rasgos un poco más duros—. No me dejes todo el trabajo a mí.
El rubio sonrió y le guiñó un ojo antes de ir hacia la otra punta de la barra a preparar tragos. El otro barman, sin embargo, la observó con curiosidad.
—¿Te gustaría algo de beber?
—Cualquier cosa con poco alcohol estará bien —respondió mirando sus manos con desánimo.
—¿No quieres una pócima de Cupido?
—Ya bebí una. Dijo que solo son una por persona —comentó señalándolo al rubio.
—A veces, no siempre.
Volvió a mirarlo y él también centró su atención en ella, como si estuviera buscando algo en su mirada. De inmediato se sonrojó y apartó la mirada hacia la mesada de madera.
—¿Pasa algo?
—Lo siento, me recordaste a alguien que conocía —mencionó antes de dejar un vaso frente a ella con una bebida de color roja y espumosa—. Que la disfrutes.
—Gracias.
Esta vez la bebida olía muy bien, pero se veía como un poco fuerte. Bebió de a pequeños sorbos y sintió el gusto amargo del alcohol antes de que un suave dulzor apaciguara esa amargura.
De inmediato vio a un hombre sentarse a su lado y observarla con una sonrisa. Darlene le sonrió también y antes de que pudiera decirle algo, una nube rosa explotó a su alrededor antes de verlo convertirse en una cucaracha.
Darlene pegó un grito altísimo antes de bajarse del asiento con prisa y alejarse. El barman rio y ella lo observó con desconcierto.
—Parece que Cupido no desea que te enamores de simples mortales.
—¿Qué?
—Lo siento, pero no creo que encuentres aquí lo que has venido a buscar.
Los ojos verdosos de Darlene buscaron de nuevo por el anterior barman que estaba ocupado trabajando y no la observaba. Sintió deseos de llorar por creer aquella mentira y corrió hacia el baño esquivando a todas las parejas felices que se cruzaban en su camino.
Se observó frente al espejo mientras las lágrimas caían y se rendía ante al amor una vez más. Desilusionada reconoció cuán grande era esa locura que estaba cometiendo, el amor no se forzaba con un trago, no se podía pedir, no se podía mendigar. El amor debía nacer tan puro y natural que no necesitabas verlo para creer que ahí estaba.
El amor debía besar tu alma, debía tocar cada parte de ti, debía florecer en tus partes más oscuras, debía iluminar tus jardines más vacíos, y debía llenarte el corazón aun más de lo que ya estaba.