“La muerte no extingue el amor”.
Eso pensó Dalia una vez más, en la frase que solía decirle Floria cada vez que sentía cómo se marchitaba durante sus sesiones de tratamiento en el hospital. La repetía con una sonrisa tan grande que casi conseguía ocultar el dolor de su enfermedad, a la vez que reconocía la lealtad de Dalia.
Una sombra tiñó su camino una vez más. Frente a ella se alzaba el cartel que veía cada domingo para ir a buscar el ramo de rosas blancas que tenía reservado de manera habitual. Floria amaba las rosas blancas, decía que era una de las flores más genuinas, pues le recordaba a la esponjosidad de las nubes, a los malvaviscos en el chocolate caliente y al algodón que sacaba su mamá cuando le curaba una rodilla lastimada.
A Dalia el blanco solo le recordaba a la muerte que se cernía en cada pasillo de hospital, a la fragilidad de la vida y a los sacrificios que nunca eran suficiente, porque siempre vendrá un castigo. Y ahora su castigo era el anhelar a alguien que se había marchado: a su fallecida novia.
La joven de cabello rizado y oscuro estaba por entrar, pero entonces una mujer de cabello largo y castaño pasó por la puerta y se detuvo frente a esta. Sus ojos marrones se encontraron con los negros de ella y le pareció ver un suave brillo rosa reflejarse en sus irises que la observaban con familiaridad.
—La muerte no extingue el amor —dijo con una suave sonrisa.
Dalia retrocedió un paso mientras sentía su corazón acelerarse.
—¿Qué…? ¿Qué has dicho?
—Eres la mujer que va al cementerio con rosas blancas —reconoció antes de meter una mano en su campera de cuero y extenderle una tarjeta—. Si algún día te gustaría hablar sobre ello, puedes conseguir un buen café y una porción de pastel aquí.
Dalia dudó un momento antes de tomar la tarjeta.
—Eh… gracias.
Era la tarjeta del famoso café “El ángel en nosotros”, una cafetería que solía concertar románticos encuentros de parejas que pasaban al “sí, quiero”. Dalia sintió un vuelco en el estómago, no podría imaginarse algún motivo válido para ir a un café tan romántico sola.
No obstante, la castaña se acercó un paso para observar sus ojos mientras ocultaba un poco de picardía en su sonrisa. Dalia se sintió cohibida por el escrutinio, seguramente no tenía buena cara, llevaba durmiendo mal toda la semana, las pesadillas con Floria no la dejaban en paz y las ojeras se habían convertido en sus mejores amigas, y el hambre se había ido de repente, así que lucía como un esqueleto andante, con la piel opaca y pálida, el cabello seco y la expresión hundida de su rostro.
—El próximo domingo pide por “los cisnes de Afrodita” —indicó en un susurro—. Son ideales para una ocasión especial.
—¿Cómo sabes que es una ocasión especial?
La joven sonrió antes de posar una mano en su cabeza y acariciarla con dulzura. Aunque Dalia la observó con desconfianza por la familiaridad con la que se desenvolvió con ella… en otro momento le habría quitado la mano de encima con un empujón, pero estaba tan raída por el dolor que solo tuvo fuerzas para echarle una mirada mala.
—Nos vemos pronto.
Y se marchó.
Dalia la siguió con la mirada hasta que la joven dobló en una esquina y se perdió de su vista. Hizo una mueca con sus labios mientras guardaba la tarjeta dentro de su chaqueta y entonces regresaba su atención a “Un pedazo de paraíso”.
Entró escuchando las campanas que anunciaban su llegada y pronto vio aparecer a la chica de cabello rosa claro tras el mostrador con un ramo de orquídeas y una cálida sonrisa.
—Bienvenida —saludó mientras le hacía un pequeño arreglo a las flores del ramo—. Dame un momento y traigo tu pedido, Dalia.
—Sin prisa.
La joven de rizos echó un vistazo a la tienda: no se deslumbró por los ramos de lirios, ni los girasoles, tampoco por los disimulados jazmines que se encontraban cerca de la caja registradora. Sintió que los colores en las flores se veían un poco más desteñidos en esa ocasión, como si se diluyera su verdadera esencia.
Dalia suspiró sintiéndose similar a las flores, después de todo, desde la muerte de Floria era como si no hubiera nada más en ella para florecer, como si se hubieran marchitado los colores de su alma en un blanco castigador.
Era como si no necesitara hablar con las flores para saber que ambas se encontraban en el mismo estado moribundo.
—Septiembre es el mes de las flores que hablan —dijo la florista ubicándose a su lado para ver las flores con una suave sonrisa antes de quitar un clavel blanco que tenía marcas de que su ciclo se había cumplido. La joven de pelo rosa observó la flor con dulzura, pero también pena—. Incluso aunque no florezcan para todos, las flores siempre tendrán un mensaje para dar.
Los ojos color miel de la joven se cruzaron con los oscuros y profundos de Dalia para ofrecerle una tímida sonrisa.
—Podrías venir un día —invitó señalando el cartel del mostrador donde se anunciaba el evento “Las flores de Septiembre: cuando las flores hablan” junto con un dibujo de unos tulipanes—. Ofrecemos semillas de flores, consejos de jardinería y habrá algunos bocadillos y bebidas.