Recuerdos de Riley:
Del día que conoció a Missasar
Fue un viernes, un viernes muy agitado.
El origen de mi desgracia aconteció en la clase de Homero, el egocéntrico y estricto profesor de gimnasia. Ya iba a pasar a ser un adulto mayor, pero seguía manteniendo mucha agilidad y destreza tanto en sus piernas como en su voz, era tan estentórea.
Nos había reunido en grupos de cinco para que hiciéramos un círculo alrededor de las largas y sólidas sogas que pendían desde el techo del coliseo, las que eran muy resistentes, ya que soportaron las dos demostraciones del profesor que pretendían enseñarnos cómo se debía escalar correctamente.
Estaba junto a Lila, Laurien y Anavett, mis mejores amigas, pero el último integrante de este círculo fue un tal Ronny Samuels; antes de este día ni siquiera lo había notado a pesar de que él formaba parte del grupo más bullicioso y conocido de toda la escuela.
Ronny, Lila y Laurien fueron muy ágiles al subir la cuerda, mas cuando llegó el turno de Anavett y el mío, las cosas se tornaron ruidosas. Primero, porque Anavett se negó a subir alegando que no podía hacerlo, y yo la apoyé porque estaba convencida que tampoco podría.
«No puedo hacerlo» era la palabra tabú del profesor Homero; así que, ni corto ni perezoso se plantó frente nuestro y nos exigió con más ganas subir. Pero todo ello fue a gritos energéticos como los que se dan en el ejército. A Anavett casi se le caen las lágrimas y poco faltaba para que las mías también le siguieran mientras toda la atención se estaba enfocando en nosotras.
Lo sorprendente vino a los segundos, cuando Anavett, tomando fuerza de no sabía dónde, sujetó la soga y a paso lento, pero seguro comenzó a subir con la fuerza de sus brazos y piernas. Realizó regularmente el ejercicio y recibió unas cuantas porras y, cuando apoyó su pie derecho en la loza para aterrizar, todos los ojos ya estaban puestos solo en mí, la única de todo el salón que aún no escalaba la maldita soga.
Sabía, de antemano, que no correría con la misma suerte de Anavett, a mí me han echado sal hasta en los huesos; a lo mucho que podía aspirar era quedar atorada allí arriba, en dónde estaba la marca que señalaba los dos metros que debíamos escalar. «No es muy difícil», me dijo Ana cuando terminó, a pesar de que su rostro estaba tan rojo y cansado por su sobreesfuerzo. Sin embargo, creo que pasó un milagro porque escalé perfectamente, aunque ayudaron mucho los ánimos de mis amigas y también los gritos del profesor, pero cuando por fin llegué a la marca roja, después de haber derramado un litro de sudor, recibí los aplausos de todos, algunos con ínfulas de burla escondida y otros parecían ser sinceros... Me sentí feliz, pero luego la cuestión era descender. Ya no tenía fuerza y mis manos estaban muy sudorosas como para hacer fricción y detenerme cuidadosamente. Así que, traté desesperadamente de, por lo menos, bajar unos centímetros, desde una altura de más de un metro...
Pero...
¡Pum! Caí al suelo en frente de todos. Me sumergí en sus risas, en la preocupación del profesor y en el dolor, el terrible dolor de mi trasero; realmente creí que me había roto un hueso, ya que me costó levantarme, Lila y Laurien me sujetaron para levantarme de ambos brazos y estuve apoyada en el hombro de Anavett por unos minutos esperando que el profesor trajera una camilla para llevarme a la enfermería, hasta él notó que eso no había sido un golpe cualquiera. Pero mientras esperaba los chicos seguían riéndose, aunque entre dientes, igual eso era molesto; así que, traté de moverme para irme a la enfermería por mí misma, pero simplemente me dolían mis muslos y los huesos de la cadera. Iba a llorar, estaba segura de que lo haría, pero en eso, alguien se acercó a nosotras y le dijo a Lila:
—¿Me permites llevarla a la enfermería?
—Ya viene el profesor —respondió ella mostrándose un poco insegura.
—Verás, las camillas estaban en el club de básquetbol y de fútbol, para este coliseo no las han destinado... Así que, él va a demorar y hasta eso el dolor de tu amiga aumentará.
Lila me miró expectante e indecisa sin saber qué hacer, pero me soltaron y él sin esperar más tiempo, el chico se agachó frente a mí y me pidió amablemente que me subiera en su espalda. Intuyó sabiamente que si me cargaba entre sus brazos iba ser doloroso para mí.
Anavett, que siempre era la que más se enternecía con la caridad humana, me animó a subir. Y así lo hice. Me sujete de su cuello y él sujetó mis piernas firmemente. Caminamos entre los demás que estaban tan sorprendidos como yo por el gesto tan caballeroso y, a la vez, lastimero de Ronny Samuels.
La enfermería no estaba tan lejos, en unos tres minutos llegaríamos. Y el silencio entre nosotros era incómodo porque, en realidad, nosotros no nos conocíamos ni habíamos interactuado jamás.
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Editado: 25.03.2019