Elena había intentado seguir adelante, pero la presencia del diario era demasiado poderosa. Lo sentía latir en su habitación como un corazón oscuro y palpitante. Finalmente, tras días de pesadillas recurrentes y noches en vela, se rindió y lo sacó de su escondite. No entendía bien por qué, pero algo en esas páginas no dejaba de llamarla.
Al abrir el diario, lo primero que encontró fue una nota manuscrita en los márgenes, escrita con una caligrafía áspera y desesperada:
"A veces, el amor es una condena. La eternidad no es más que una celda si no estás a mi lado, Lidia. Si tengo que cruzar el tiempo para traerte de regreso, lo haré."
Las palabras le helaron la sangre. Era como si el autor estuviera directamente hablándole a ella. Y lo que más la perturbaba era la creciente sensación de que su propio cuerpo reaccionaba a esas palabras con una familiaridad extraña, como si algo dentro de ella recordara a aquel hombre. Aunque jamás había conocido a nadie con aquel nombre, ni podía recordar un rostro marcado por cicatrices, cada línea del diario despertaba en ella un eco oscuro y perturbador.
Aquella noche, Elena decidió investigar más. Si quería liberarse de esa sensación, tendría que saber la verdad. Sin esperar un minuto más, comenzó a buscar en los archivos de la ciudad, revisando viejas historias de crímenes y leyendas urbanas que hubieran ocurrido cerca de su edificio.
Finalmente, encontró algo que le erizó la piel. Hace décadas, en la misma ciudad donde ahora vivía, una mujer llamada Lidia había sido asesinada de forma brutal. Los rumores de la época hablaban de un romance secreto y prohibido entre ella y un hombre al que sus vecinos describían como "el solitario". Nadie sabía su verdadero nombre; era solo un vagabundo que la seguía en las sombras y que, tras su muerte, desapareció sin dejar rastro.
Elena sintió un nudo en el estómago al leer las palabras. Era como si el pasado estuviera resonando en su vida, y, de algún modo, aquel hombre había regresado… para ella.
Esa noche, tras volver a casa, el ambiente en su departamento se sintió aún más espeso y sofocante. Todo era oscuridad, y el eco de una respiración suave se escuchaba desde algún lugar, como si alguien estuviera con ella en la habitación. Intentó convencerse de que solo era su mente jugándole una mala pasada, pero cuando vio su reflejo en el espejo del pasillo, casi gritó. Allí, a su lado, estaba la figura borrosa de un hombre, con el rostro surcado por cicatrices, observándola con unos ojos llenos de tristeza y desesperación.
Pero lo más aterrador fue cuando la figura habló.
"Al fin nos reencontramos, Lidia. Sabía que no me habías olvidado."
Elena retrocedió, sus pensamientos un caos de pánico. Intentó decir algo, pero las palabras se le atoraron en la garganta. La figura no desapareció. Simplemente la miraba, como si esperara una reacción.
"No soy Lidia," consiguió murmurar. "No sé quién eres."
Él sonrió, una sonrisa rota y amarga. "Te llevé conmigo, pero el tiempo nos ha separado. No temas, amor. He cruzado fronteras para encontrarte otra vez."
En ese instante, Elena sintió una conexión irrefutable. Como si su propio cuerpo respondiera a él de manera involuntaria, y un eco de recuerdos olvidados surgiera en su mente. Su vida como Elena parecía desvanecerse, y por un momento, destellos de un pasado ajeno la inundaron. Se vio en un salón oscuro, con ropa antigua, mirándose en un espejo roto, y sintió el peso de una promesa incumplida.
Cuando volvió en sí, el hombre ya no estaba allí, pero su reflejo permaneció fijo en el espejo, atrapado en sus propios pensamientos. La figura de ese hombre, ese amante olvidado, había dejado una marca en ella. Ya no podía negar lo inevitable: de algún modo, estaba conectada con Lidia, y esa conexión la arrastraba hacia el mismo destino sombrío.