El edificio se alzaba solitario en la oscuridad, un gigante olvidado por el tiempo. Las ventanas, rotas y llenas de polvo, parecían ojos vacíos observándola mientras Elena se acercaba. La luna iluminaba débilmente las paredes decrépitas, y un frío gélido la envolvía, como si el mismo lugar rechazara su presencia.
Apenas cruzó la entrada, un susurro comenzó a resonar en su mente. No era una voz clara, sino fragmentos de palabras, lamentos y promesas rotas que parecían salir de las paredes mismas. Elena sentía que cada paso que daba la hundía más en una realidad que no era suya, sino de alguien que había sido olvidado hacía décadas.
En el pasillo principal, una escalera descendía hacia los sótanos. El aire era espeso, cargado de un olor a humedad y metal oxidado, y cada escalón crujía bajo su peso. Elena sentía que algo la empujaba, un impulso incontrolable, como si su cuerpo se moviera por su cuenta. Los murmullos se hicieron más fuertes y familiares: "No temas, Lidia… Solo sígueme."
En el fondo del sótano, la luz de su linterna reveló una vieja puerta de madera parcialmente abierta. Tomando una profunda bocanada de aire, la empujó, revelando una pequeña habitación. La escena ante sus ojos era aterradora y desgarradora: en el centro de la habitación, había un altar improvisado con velas consumidas y fotografías antiguas en blanco y negro. Y en medio de todo, una imagen de Lidia, joven y hermosa, la miraba desde una fotografía desgastada.
De repente, la temperatura bajó aún más, y una figura apareció junto a ella: el hombre de las cicatrices, su rostro iluminado por el tenue resplandor de las velas. Sus ojos reflejaban una mezcla de dolor y rabia, y al mirarla, sus labios se movieron en un susurro.
—Lidia, por fin has regresado.
Elena intentó retroceder, pero sus piernas se negaban a moverse. El hombre avanzó hacia ella, extendiendo su mano temblorosa como si esperara que ella la tomara. En ese instante, un torrente de recuerdos invadió su mente. Se vio a sí misma, o más bien a Lidia, corriendo por los mismos pasillos, escapando de alguien en medio de gritos y desesperación.
—No, tú me traicionaste. Fuiste tú quien me llevó aquí. —la voz de Elena se quebró, aunque sus palabras eran de Lidia. Sentía su dolor, su terror. Lidia había confiado en él y, sin embargo, él la había condenado.
Los ojos del hombre se llenaron de tristeza y, por un momento, el odio pareció desvanecerse.
—Lidia… jamás quise hacerte daño. Fue un error, pero te he buscado desde entonces. He vivido atrapado en este infierno, esperando el momento en que nuestras almas se encuentren de nuevo._
En el fondo, Elena sintió una punzada de lástima, pero también supo que aquella historia de amor estaba rota desde hacía mucho tiempo, teñida por la traición y el remordimiento. Aquel hombre no estaba allí para redimirse, sino para arrastrarla con él a su tormento eterno.
Entonces, una brisa helada recorrió la habitación, apagando las velas. La oscuridad se apoderó del lugar, y la presencia del hombre comenzó a desvanecerse, dejando en el aire una última advertencia:
—Lidia, aunque intentes escapar, siempre te encontraré. Somos dos almas condenadas.
Elena sintió que la presión desaparecía de su cuerpo y, respirando con dificultad, salió corriendo del edificio. Al llegar a la calle, cayó de rodillas, agotada y temblando. Se dio cuenta de que esta no era solo una historia de amor trágico, sino una lucha por liberarse de un destino que no le pertenecía.
Mientras intentaba calmar su respiración, recordó algo que Teresa le había dicho: "Para liberarte de una maldición, debes comprender la verdad que los muertos no te han contado." Sabía que tendría que regresar y enfrentarse de nuevo al pasado de Lidia, pero esta vez con una nueva determinación. Si iba a romper el ciclo, debía encontrar el secreto que se ocultaba detrás de esa traición… y enterrarlo de una vez por todas.