La tensión en el aire era casi palpable. Desde su última visión, Elena no podía escapar de la sensación de que alguien la observaba. Cada sombra, cada rincón oscuro en su apartamento parecía esconder un par de ojos vigilantes. No dormía bien, y sus días transcurrían en un estado de alerta constante. El rostro del hombre con cicatrices, al acecho en sus sueños, parecía haber trascendido al mundo real.
Esa noche, sin embargo, se atrevió a dormir con el diario bajo su almohada, esperando, de alguna manera, que las palabras de Lidia la guiaran. Apenas cerró los ojos, las pesadillas volvieron. Esta vez no estaba en su habitación ni en el edificio abandonado. Estaba en la misma ciudad, pero en un tiempo distinto: los sonidos y las voces, las luces de las farolas… todo se sentía irremediablemente ajeno.
Era Lidia, huyendo a través de las calles de piedra bajo el manto de la noche. Corría descalza, con el vestido desgarrado y el corazón latiendo con desesperación. Las risas y susurros de las sombras la rodeaban. Entre ellos, se oía una voz que le helaba la sangre:
—Lidia… No puedes escapar de mí.
Elena sintió el terror como si fuera propio, cada paso de Lidia parecía arrastrarla más y más al borde de la locura. Sabía lo que venía después, el final inevitable, pero no podía despertarse. El hombre con las cicatrices apareció al final de un callejón oscuro, acercándose con la mirada fija en ella.
—Te lo advertí. Si no puedes ser mía, no serás de nadie.
Elena—o Lidia, en ese momento—gritó, tratando de retroceder, pero el hombre alzó una mano y, en un movimiento rápido, ella sintió el tacto frío de una hoja sobre su piel. La sangre fluyó, y el grito se ahogó en el dolor.
Justo cuando la oscuridad la envolvía, Elena despertó jadeando. Miró sus manos, temblorosas y frías, y notó una delgada línea roja en su muñeca, como una herida reciente que, inexplicablemente, había traspasado el mundo de los sueños.
Confusa y aterrada, decidió que no podía seguir enfrentando aquello sola. Desesperada, buscó nuevamente a Teresa, la médium, quien la recibió con una seriedad que dejaba en claro que había esperado su regreso.
—Él está más cerca de ti ahora, —murmuró Teresa, mirando la marca en su muñeca—. La energía de los muertos se está filtrando en tu vida. Si no encuentras el motivo detrás de esta maldición, temo que él acabará llevándote también.
Con la guía de Teresa, Elena decidió realizar un ritual de conexión para intentar descubrir lo que le faltaba saber sobre Lidia y el hombre que la había condenado. Teresa preparó una mesa con velas y símbolos antiguos, e invitó a Elena a sentarse y concentrarse en el diario.
—Escucha las palabras de Lidia, déjala hablar a través de ti, —le susurró.
Elena cerró los ojos y, por un momento, el silencio fue absoluto. Entonces, una voz que no era la suya comenzó a resonar en su mente.
—Él me dijo que me amaba, que su amor era eterno, —susurró Lidia, su voz quebrada y cargada de angustia—. Pero no era amor lo que él sentía. Era una obsesión que se convirtió en odio. Cuando traté de escapar de él, de su ira y su control, me llevó a ese lugar oscuro… Me dijo que me amaría para siempre, aunque eso significara sellar mi destino en la muerte.
La intensidad de las palabras dejó a Elena sin aliento. Las visiones y los fragmentos de memoria la estaban llevando al corazón de aquella tragedia.
Teresa, mirando a Elena con preocupación, le dijo:
—Debes regresar al lugar donde todo terminó para Lidia. Solo allí podrás enfrentarte a él y a lo que sucedió en verdad. Pero debes estar preparada. Este tipo de espíritus no sueltan sus ataduras fácilmente.
Esa misma noche, Elena se dirigió al edificio abandonado. Esta vez, no era la misma. Sentía la presencia de Lidia en cada uno de sus pensamientos, y estaba decidida a descubrir la verdad de su asesinato.
Al llegar, las sombras parecían moverse a su alrededor, como si esperaran su regreso. Cuando descendió al sótano, la atmósfera se volvió sofocante y densa. En el centro de la habitación, el altar improvisado de velas y fotografías seguía allí, y frente a él, la figura del hombre con cicatrices la esperaba, con una mirada cargada de reproche.
—No puedes huir de mí, Lidia. He cruzado la muerte para tenerte de vuelta.
Elena, aún temblando, sintió la furia de Lidia ardiendo en su interior y, por primera vez, habló sin miedo.
—¡No soy Lidia! —gritó—. Y ni siquiera en la muerte podrás atarla a ti.
El hombre se acercó con una sonrisa rota y oscura, mientras las velas parpadeaban. Sus ojos se llenaron de un odio profundo, y la oscuridad en la habitación pareció envolverlos. Pero antes de que pudiera tocarla, Elena sintió que una fuerza poderosa, quizás la misma voluntad de Lidia, la protegía.
—No tienes poder sobre mí, —dijo Elena, con una voz firme—. Este ciclo termina aquí.
Y con esas palabras, el espíritu del hombre pareció vacilar. La sombra que lo envolvía empezó a disiparse, dejando apenas un rastro de su figura antes de desvanecerse por completo.
La habitación quedó en silencio, y Elena, exhausta, sintió cómo la carga de Lidia se aligeraba. Aún no había terminado por completo, pero al menos había dado el primer paso hacia la liberación.