Las visiones llegaron esa noche con una intensidad desgarradora. Al cerrar los ojos, Elena ya no era ella misma. Se vio transportada a otro tiempo, a los recuerdos de Lidia, pero esta vez más nítidos y desgarradores, como si cada emoción se grabara en su propia alma.
Era una noche fría, y Lidia se encontraba en una casa ajena, sumergida en una oscuridad apenas interrumpida por la luz de las velas. Su rostro reflejaba angustia y culpa, pero también una determinación profunda. Frente a ella, en la penumbra, estaba otro hombre, joven y de aspecto frágil, alguien que parecía tener una conexión secreta con Lidia. Se miraban con una mezcla de deseo y desesperación. Él extendió una mano, tomando la de Lidia con suavidad, y ella no apartó la mirada.
—No puedo seguir así, Samuel, —murmuró Lidia, con la voz temblorosa—. Él nunca me dejará vivir en paz, su amor se ha convertido en algo que me asfixia.
El joven le acarició el rostro, susurrándole palabras de consuelo, y Lidia cerró los ojos, permitiéndose un momento de descanso en sus brazos. Pero en su mente, la sombra del hombre con cicatrices seguía persiguiéndola, susurrándole promesas de amor eterno que ahora se sentían como una condena.
—Si él descubre que estamos juntos… sabes lo que nos hará. —Lidia tomó aire, su cuerpo temblaba—. Es capaz de cualquier cosa. Es capaz de matarnos a ambos.
Entonces, Elena comprendió. Lidia no había sido la víctima inocente que había imaginado; había ocultado secretos. Ella había traicionado al hombre con cicatrices, su amante obsesivo, y ahora vivía con el miedo constante de ser descubierta.
La visión cambió, y Elena se encontró en la habitación de Lidia, contemplando su reflejo en un espejo. Allí, Lidia parecía debatirse entre el amor que sentía por Samuel y el terror que le inspiraba su amante. Sabía que él sospechaba algo, y que si lo confirmaba, ninguno de los dos estaría a salvo.
De repente, la puerta de la habitación se abrió violentamente. El hombre de las cicatrices estaba allí, con el rostro endurecido y los ojos llenos de rabia. Se acercó lentamente a Lidia, su voz en un susurro cargado de ira contenida.
—¿Por qué, Lidia? —preguntó, apretando los puños—. ¿Por qué me mentiste?
Lidia intentó apartarse, pero él la sujetó con fuerza por los brazos. La habitación pareció oscurecerse a su alrededor, y Elena pudo sentir el terror de Lidia como si fuera propio.
—¡Déjame! —Lidia trató de liberarse, pero él no cedió.
—Te entregué todo, mi vida, mi devoción… y tú me traicionaste con ese… con ese hombre. —Su voz temblaba de rabia, pero también de un dolor profundo y retorcido.
Lidia comenzó a llorar, pero él no mostró compasión. Con cada palabra, su voz se volvía más cortante, y en sus ojos se reflejaba la chispa de la locura. En ese momento, Elena pudo ver que lo que había empezado como amor se había transformado en una obsesión letal, una obsesión que no permitiría que Lidia lo abandonara.
—Si no puedes ser mía, no serás de nadie, —dijo él con voz firme, sus palabras impregnadas de una amenaza mortal.
Lidia trató de escapar, pero él la atrapó, y en medio de su lucha, Elena sintió el miedo absoluto de Lidia, la desesperación de saber que su vida pendía de un hilo. La visión se volvió confusa, con gritos y forcejeos, hasta que Lidia, en un acto de último recurso, arañó el rostro del hombre, dejándole una cicatriz profunda en la mejilla. Él soltó un grito de dolor y la dejó ir, pero Elena supo que aquella marca selló su destino. Desde ese momento, él ya no buscaba su amor: solo quería verla sufrir.
La visión finalizó abruptamente, y Elena se encontró de nuevo en su cama, temblando y cubierta de sudor frío. Comprendió que la cicatriz en el rostro de aquel hombre no era solo una herida física; era una marca de odio y traición, un recordatorio de que Lidia lo había humillado. Su espíritu vengativo había quedado atado a aquel momento de traición, incapaz de descansar hasta que Lidia pagara por lo que había hecho.
Elena, enredada en las emociones de aquella historia, sintió una punzada de dolor en el pecho. La angustia de Lidia, el odio de él… todo parecía acumularse en su interior. Se preguntó cuánto tiempo podría resistir antes de que aquella conexión la destruyera a ella también.
Y, en lo más profundo de su ser, supo que el final de esta historia no podría ser pacífico.