Esa noche, Elena no pudo conciliar el sueño. Los recuerdos de Lidia y Damián revoloteaban en su mente como sombras, entremezclándose con sus propios pensamientos y emociones. Sentía el peso de aquellos secretos y la intensidad de sus vidas pasadas, como si ya no pudiera diferenciarlos de los suyos. Lidia parecía más presente que nunca, una figura etérea que se materializaba en cada rincón oscuro de su habitación, llamándola con una súplica desesperada.
—Ayúdame, —la voz de Lidia resonó en su mente—. Te necesito, Elena. No puedo descansar… no puedo escapar de él.
Pero esa vez, el tono de su voz se le antojó diferente. Había algo insistente, casi controlador en esas palabras. Algo en su intuición le decía que Lidia no le estaba diciendo toda la verdad, que había una parte de su historia que le estaba ocultando. Con el corazón latiendo a toda prisa, se levantó de la cama y se dirigió al lugar donde guardaba el diario de Lidia. Lo había leído antes, fragmentos y detalles que daban una imagen incompleta de aquella mujer, pero ahora sentía que el diario tenía respuestas que ella no había querido ver.
Encendió una lámpara y comenzó a pasar las páginas rápidamente, hasta que, como si el propio libro respondiera a su urgencia, sus ojos se posaron en un fragmento que antes había pasado por alto. Era la entrada de una noche sombría, escrita con una caligrafía apresurada, casi ilegible.
"Lo hice porque lo amaba… lo traje de regreso, lo até a mí… Pero su mirada cambió esa noche, y su amor se transformó en una obsesión incontrolable. Ahora sé que lo he condenado a una vida en las sombras, a una muerte sin paz. Pero no lo lamento. No podía vivir sin él."
Elena sintió un escalofrío. Ahora entendía la magnitud de lo que Lidia había hecho. No había sido solo una víctima, sino que, en su desesperación, había condenado a Damián a una existencia maldita, a una dependencia eterna. Ella lo había salvado, sí, pero también había destruido su vida en el proceso.
En ese momento, sintió una presencia en la habitación. Lidia apareció junto a ella, su rostro suplicante y sombrío, como una figura que apenas lograba sostenerse entre la vida y la muerte. Su voz era un susurro cargado de dolor, pero también de algo que Elena ahora reconocía como una desesperación egoísta.
—Elena, por favor… no puedo descansar mientras él siga aquí. Necesito que termines lo que yo no pude. —Lidia extendió una mano espectral hacia Elena, y un escalofrío la recorrió al sentir el frío de ese toque fantasmagórico.
—¿Por qué lo hiciste, Lidia? —preguntó Elena, conteniendo el temblor en su voz—. ¿Por qué no lo dejaste ir? Tú misma escribiste en el diario que sabías lo que estabas haciendo. Lo condenaste a esta existencia, a esta maldición.
Lidia retrocedió, la desesperación en su rostro fue reemplazada por una expresión de angustia.
—Él era mío, Elena. No podía perderlo. —La voz de Lidia era ahora un susurro gélido, algo oscuro y posesivo—. Era mi amor, mi devoción, y yo era todo para él. Pero cuando descubrí que no podía amarme sin ser libre, ya era demasiado tarde.
—Lidia, eso no es amor, —replicó Elena, con una mezcla de tristeza y enfado—. Lo ataste a ti, lo condenaste a esta tortura sin fin, todo porque no podías soportar dejarlo ir. No es justo, ni para él ni para ti.
Lidia la miró con una mezcla de rencor y tristeza, y de pronto Elena comprendió que Lidia no quería solo su ayuda. Quería que cumpliera su deseo, su capricho final, su necesidad de redención. Lidia deseaba ser liberada, sí, pero en sus ojos había una frialdad que delataba su verdadera naturaleza. Sabía que ella misma había desencadenado el odio de Damián y ahora quería deshacerse de su propio pasado, dejando a Elena con las consecuencias.
Elena dio un paso atrás, con la certeza de que ya no podía confiar en ella. Decidida, cerró el diario de golpe y lo sostuvo con fuerza, como si aquella acción fuera un símbolo de su determinación. Lidia lanzó un gemido, su figura temblaba como una llama a punto de extinguirse.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Lidia, su voz ahora teñida de desesperación—. No puedes ayudarlo. Él está atrapado… es demasiado tarde para él.
—Voy a intentar liberarlo, —respondió Elena, sin dudar—. De alguna forma, él merece paz, tanto como tú.
Las palabras de Elena parecieron destrozar a Lidia, que lanzó un grito desgarrador, un eco de rabia y tristeza que sacudió la habitación. Su imagen se desvaneció en la oscuridad, dejándola sola en el silencio de la noche.
Con el diario en la mano y el corazón palpitando, Elena decidió que debía descubrir cómo liberar a Damián de aquella maldición. Sentía que cada paso la acercaba más al verdadero final de esta historia, una historia que, ahora comprendía, estaba tan llena de amor como de traición y egoísmo.