La Posesión de la Medianoche

Capítulo 13: El Sacrificio Final

La noche de Halloween había llegado, y con ella, una sensación de pesadez se cernía sobre el aire. Elena, con el diario de Lidia en la mano, había pasado las últimas noches buscando respuestas en libros antiguos y páginas ocultas, explorando todo tipo de textos prohibidos que describían hechizos y rituales ancestrales. Había leído sobre los peligros de liberar almas atadas, pero sabía que no tenía elección. Si quería salvar a Damián y acabar con la maldición, debía seguir adelante, sin importar el costo.
Esa noche, bajo la luz de la luna llena y envuelta en el silencio de la medianoche, Elena se dirigió al mismo lugar donde Damián y Lidia se habían conocido por primera vez: aquel callejón oscuro donde el amor, la traición y el odio habían tejido sus redes. A su alrededor, el viento arrastraba murmullos y susurros, como si la propia ciudad quisiera advertirle que algo oscuro estaba por ocurrir.
Con una mezcla de temor y determinación, Elena encendió velas alrededor del callejón y se sentó en el centro, el diario abierto frente a ella y varios símbolos trazados en el suelo. La sensación de una presencia cercana era inconfundible, y por un instante, creyó ver la figura de Damián en las sombras. Sus ojos oscuros y atormentados parecían observarla con una mezcla de tristeza y deseo.
Comenzó a recitar el hechizo, su voz temblorosa pero firme, invocando las palabras que había aprendido, aquellas que hablaban de liberación y sacrificio. Sin embargo, no era solo el hechizo lo que pronunciaba: también estaba entregando una parte de sí misma, una fuerza vital que resonaba con el poder de su propia voluntad y su amor hacia él. A medida que recitaba, un dolor agudo comenzó a invadir su pecho, como si algo dentro de ella se desgarrara, y supo que el sacrificio ya había comenzado.
De repente, una figura espectral apareció frente a ella: Lidia, con los ojos desorbitados y la expresión distorsionada por el miedo y la furia. Su voz se alzó, retumbando en el aire como una maldición.
—¡No puedes hacer esto, Elena! —gritó, su voz un eco que parecía provenir de todos lados—. Él me pertenece… yo soy la que lo ató a este mundo, ¡nadie más puede deshacerlo!
—Lidia, ya es suficiente. —La voz de Elena era firme, aunque sus palabras estaban teñidas de tristeza—. Te llevaste su libertad, lo condenaste por tu egoísmo. Pero esta noche, él será libre, y tú también. Tu odio ya no tiene poder aquí.
Lidia avanzó hacia ella, pero Elena no se apartó. Sabía que estaba arriesgando su vida y algo más profundo aún: su propia alma. Pero el vínculo entre ambas ya estaba sellado. Lidia, en un arrebato final de furia, intentó tomar el control, buscando aferrarse al cuerpo de Elena, intentando poseerla como una última jugada para no perder lo que creía suyo.
Fue entonces cuando Elena entendió. Ella era el receptáculo, el cuerpo que Lidia había poseído años atrás, desde aquella misma noche de Halloween en que el ritual había salido mal y la esencia de Lidia quedó atrapada en el mundo físico, usando a Elena como un conducto para seguir atada a Damián. Todo este tiempo, Lidia había estado manipulando sus pensamientos, sus emociones, haciéndole creer que eran sus propios deseos.
Pero esta noche, con el hechizo y el sacrificio que había iniciado, Elena estaba decidida a destruir ese lazo para siempre.
Elena continuó recitando las palabras, con cada sílaba una parte de su ser se desprendía, como si los propios huesos y venas se deshicieran para sellar aquel ritual. Las sombras a su alrededor parecían intensificarse, girando alrededor de Lidia y reduciéndola a un mero susurro de lo que alguna vez fue. Finalmente, en un grito desgarrador, Lidia desapareció en una neblina oscura, consumida por su propio odio y arrastrada al olvido.
Cuando el silencio cayó de nuevo, Elena abrió los ojos, agotada y débil, y lo vio: Damián estaba frente a ella, con una expresión de desconcierto y alivio. Sus ojos ya no reflejaban la sombra oscura que los había atormentado, sino una mezcla de asombro y gratitud.
—¿Elena? —susurró, su voz humana, su cuerpo tangible, como si hubiera despertado de una pesadilla eterna.
Elena asintió, sonriendo con lágrimas en los ojos. Había logrado salvarlo, había liberado su alma, devolviéndolo a una vida que, aunque marcada por el dolor de su pasado, era al fin libre.
Damián la abrazó con fuerza, sus manos temblorosas recorriendo su rostro, como si no pudiera creer que estaba allí, que podía sentirla. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, algo en su expresión comenzó a cambiar. Él era humano de nuevo, sí, pero el paso de los años en las sombras había dejado huellas profundas. Aunque la miraba con amor, algo en su alma seguía quebrado, y Elena supo que él jamás podría ser el hombre que una vez fue.
Consciente de la carga de lo que ambos habían vivido, Elena le sonrió, aceptando que no buscaban un final perfecto, sino uno en el que ambos pudieran hallar paz. Las primeras luces del amanecer comenzaron a aparecer en el horizonte, iluminando el callejón con una claridad que lo hacía parecer otro lugar.
Mientras se alejaban de la ciudad, Elena sentía que algo en ella también se estaba desvaneciendo. Sabía que ya no quedaba mucho de su ser en este mundo; su sacrificio había dejado su cuerpo apenas como una cáscara. Cuando Damián se dio cuenta, trató de aferrarse a ella, pero Elena le sonrió con ternura.
—Ahora eres libre de ella, Damián. Y yo, por fin… estoy en paz. —susurró, mientras se desvanecía en el aire, como una última sombra de lo que había sido...




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