El viento cortaba como cuchillas esa noche, y las calles de piedra parecían interminables mientras Lidia corría, descalza y con el vestido desgarrado, sus piernas temblando de cansancio y miedo. La sombra de su padre parecía acechar cada rincón de la ciudad. Aquel hombre cruel y abusivo la había mantenido prisionera en su propia casa, obligándola a someterse a sus normas y a sufrir su ira. Lidia siempre había soñado con escapar, con encontrar una vida donde no fuera solo una prisionera de la voluntad de su familia.
Mientras corría, supo que su familia no la dejaría ir fácilmente. Había oído historias de lo que le hacían a las mujeres que desafiaban su autoridad. Y esta noche, lo sentía, sería el fin, ya fuera de su huida o de su vida. Sus pasos la llevaron a un callejón oscuro, y en su desesperación se escondió en la penumbra, esperando que su padre y los hombres que le acompañaban no la encontraran.
Fue en ese momento cuando una figura emergió de las sombras, cubierto con una capa oscura y los ojos resplandeciendo bajo la luz de la luna. Era un joven alto, con una presencia imponente, el cabello oscuro enmarcando su rostro de facciones marcadas y serias. Sus ojos, oscuros y profundos, reflejaban una intensidad que Lidia no había visto antes. La miró con una mezcla de curiosidad y preocupación, sin preguntar nada, solo entendiendo, de algún modo, el terror que se leía en los ojos de Lidia.
—¿Estás bien? —le preguntó, su voz un susurro bajo que parecía resonar en las paredes del callejón.
Lidia, temblando, negó con la cabeza. Apenas podía hablar del miedo, pero la voz de aquel hombre la tranquilizó de una forma inexplicable. Sus ojos parecían adentrarse en los secretos más oscuros de su alma, pero en lugar de juzgarla, parecían ofrecerle protección. Alguien así no podía ser real.
—Tienes que ayudarme, —murmuró, sus manos temblando al agarrarse a la capa de él—. Si me encuentran, ellos… ellos…
El joven, sin dudarlo, asintió y le tomó la mano, envolviéndola en su capa y conduciéndola por el callejón hacia una salida oculta que ella jamás habría encontrado por sí sola. Mientras caminaban, ella sentía una mezcla de alivio y algo que no sabía nombrar, algo profundo y oscuro que la atraía hacia él. Sabía que estaba condenada, pero, por primera vez en su vida, sintió que alguien la cuidaba.
Durante los días siguientes, él la escondió en un refugio en las afueras de la ciudad. Lidia descubrió que su nombre era Damián y que vivía en los márgenes, lejos de la gente de su estatus, sobreviviendo a base de trabajos y pequeños robos para mantenerse. Sin embargo, sus ojos seguían reflejando aquella fuerza imparable, como si nada pudiera derrotarlo. Y Lidia sintió, sin poder evitarlo, que su destino estaba unido al de él. La gratitud que sentía por haberla salvado se transformó en una atracción cada vez más intensa, algo que se convirtió en un amor profundo y desesperado.
Sin embargo, ese refugio no duró. La familia de Lidia no tardó en encontrarla. Una noche, mientras ella dormía en los brazos de Damián, el sonido de golpes violentos en la puerta los despertó. El padre de Lidia y sus hombres habían encontrado el escondite, y no permitirían que su hija escapara con aquel hombre. La lucha fue brutal. Damián se enfrentó a varios hombres, pero, en inferioridad de condiciones, fue vencido. El padre de Lidia lo golpeó y lo maldijo, dejándole una herida profunda y sangrante en el rostro, una cicatriz que lo marcaría para siempre. Finalmente, lo dejaron en el suelo, al borde de la muerte, como advertencia para que nunca volviera a acercarse a ella.
Lidia, desesperada, cayó de rodillas a su lado, con el corazón roto y sus lágrimas mezclándose con la sangre de Damián. Pero algo oscuro y profundo despertó en su interior. Recordó las viejas historias que su abuela le había contado, historias de un poder antiguo, prohibido y peligroso, que podía invocar con las palabras y los sacrificios correctos. En medio de su desesperación, Lidia invocó aquellas palabras, pronunciando un juramento que se perdería en el tiempo. Entregó una parte de sí misma, y selló su vida y su alma a Damián, pidiéndole a las sombras que lo salvaran.
La oscuridad respondió. Damián abrió los ojos, respirando con dificultad, y en ese instante, sus almas quedaron unidas para siempre. Aquel amor desesperado y oscuro había dado lugar a una conexión que trascendía la vida misma. La mirada de Damián cambió. Ahora, cuando la miraba, ya no era solo amor lo que veía en sus ojos, sino una obsesión teñida de aquella sombra, como si algo en él se hubiera quebrado para siempre.
—Ahora somos uno, Lidia, —susurró, con una intensidad aterradora.
Lidia sintió una mezcla de gratitud y terror. Lo había salvado, pero el precio había sido su libertad. Desde ese momento, Damián la veía como suya, y ese amor que una vez había sido un refugio ahora se transformaba en una carga.
En su interior, Lidia supo que algo había cambiado en él, y que aquella obsesión sería una sombra que los perseguiría siempre. Pero también era egoísta, lo quería solo para ella y se encargo de amarrarlo para siempre.
ACTUALIDAD
—Ahora eres libre de ella, Damián. Y yo, por fin… estoy en paz. —susurró, mientras se desvanecía en el aire, como una última sombra de lo que había sido.
— Si, soy libre de ella,— dijo firme mientras su mirada se oscurecía— pero tu no eres libre de mí— puso una mano sobre el pecho fantasmal de Elena y y susurro algo a las sombras que comenzaron a rodearlos. En cuestión de segundos el cuerpo de la mujer tomo forma física nuevamente y cayo el los brazos de Damián — Ahora mi dulce tesoro... te debo la vida.
—¿Qué hiciste?— pregunto Elena en un susurro mas confundida que de costumbre.
—Te traje a mí, mis sombras y yo jamas dejaremos que algo te pase— dijo el hombre con un tono macabro que asustó por completo a la joven.
— Pero... yo debia morir... tu... no puede ser...