Agatha.
Como lo dije, hoy no era mi día de suerte. Llagamos al trabajo con mi hija, intenté encontrar una habitación libre para dejarla allá, pero con la pandemia de la gripe, todas estaban ocupadas, porque separaron los enfermos. Entonces, la llevé en el cuarto de las enfermeras y auxiliares. Mis compañeras ya estaban en sus puestos, así que no había nadie allí.
Faltaba solo media hora para que acabara el espectáculo de Alba y pensaba que todo me saldría bien y nadie se enterará de que traje mi hija al trabajo. Pero cuando llegó la enfermera del turno y me preguntó que hacia una niña aquí, tenia que mentir que es la hija de un nuevo enfermo y yo le estaba enseñando como nosotras curamos a su padre.
- Está bien, que estas tan involucrada con los pacientes, pero llévala a la habitación con sus padres. – dijo la enfermera. – No es un lugar para las excursiones.
- Ahora mismo. – contesté y cogí mi hija de la mano. – Vamos corazón, te llevaré junto a tu papá.
- Después pasa por la habitación número seis, hay que ducharla y acostarla. – ordenó la enfermera.
No podría ni pensar en que lio me iban a meter estas palabras dichas sin pensar. Miré en unas habitaciones más cercanas y en ellas había familiares con las visitas. Solo en uno estaba durmiendo un hombre solitario.
-Escúchame, corazón. – susurré a mi hija. – Mama tiene que ir a trabajar, tu debes estar aquí solita y tratar de no despertar a ese señor. No marchas a ningún lado de aquí. ¿Me entendiste, Botoncito?
La niña hizo gesto con la cabeza en señal de acuerdo. Yo la senté en la silla cerca de la puerta, le di su juguete favorito y besé en la mejilla.
-Pronto vengo a buscarte. – Le dije, aunque pensé que era muy mala idea de traerla por aquí, pero no tenía otra opción.
Dejé mi hija, mandé un mensaje a Alba, suplicándola de llamarme urgentemente, y fui a hacer mis trabajos con la cabeza llena de preocupaciones. Aunque Botoncito era una niña tranquila y obediente, me inquietaba mucho de dejarla sola con un paciente.
Rápidamente suministré los medicamentos correspondientes a mis pacientes, ayudé a ducharse a la señora de la habitación número seis y la acosté, mandé de vuelta la cena equivocada para un hombre con diabetes. Luego me llamó Alba y prometió llegar a la clínica más pronto posible, por eso volví a por mi hija.
Esperaba encontrarla en la misma silla, pero cuando entré y vi una señora sentada allá, mientras mi hija intentaba subir en la cama del paciente, que ya no estaba ni dormido ni solo, grité a mi hija y corrí por ella. La cogí en los brazos y en este momento entendí que en la cama estaba acostado el mismo hombre que me salvo por la mañana, Fernando Davos.
- No la regañas, ella no hizo nada malo. – dijo él sonriendo.
- Os pido mil disculpas. Solo la deje por un momento. Por favor perdóneme. Eso no ocurrirá más. – Me disculpé rápidamente y salí de la habitación, abrazando mi hija.
Fui al cuarto de las enfermeras, cogí su ropa, guardada en mi armario y salimos al pasillo.
- ¡Quiero quedarme con papá! – de repente gritó Botoncito.
- Shhh. No grites, corazón, - dije y le tapé la boca con el dedo. – En los hospitales no se puede gritar.
- Quiero volver con mi papá, - repitió la niña, pero ya susurrando.
- ¿Con que papá? – no entendí y empecé a vestirla.
- Al que me mandó Papa Noel.
- Aun es temprano. Papa Noel vendrá dentro de dos días, corazón. – intenté de calmarla, aun sin entender toda la gravedad de lo sucedido.
- No, mi papá esta allí, - Botoncito señaló con la mano la puerta de la habitación de la que acababa de sacarla.
- No, querida, ahí está un enfermo, y tu papá...
No sabía cómo explicarle que no todos los niños tienen papás. O mejor dicho, por supuesto que lo tienen, pero no cerca. Pensé que me haría esta pregunta un poco más tarde, pero no ahora, cuando mi trabajo podría estar en riesgo, si Fernando Davos escribiera una denuncia. Por lo tanto, no tuve tiempo de pensar en algo más o menos verdadero y comprensible para una niña.
- Quizás tu papá venga por Navidad y te deja un regalo. - dije poniéndole el gorro.
- Se recuperará y vendrá. - asintió la niña.
Le puse las manoplas y la llevé hasta la entrada del aparcamiento subterráneo.
Tan pronto como nos acercamos, vi inmediatamente a Alba, quien no se negó el placer de regañarme por mi acto irreflexivo.
- ¡No piensas con la cabeza para nada! ¿Por qué no me dijiste que Paola estaba ocupada? - exclamó, quitándome a la niña. - Podría prescindir fácilmente del teatro. Pero te podrían echar de aquí, si supieran que estas traspasando las reglas.
- No pasó nada malo, no la vieron, - mentí. - Pero pasaste una velada maravillosa en agradable compañía. La primera, por cierto, desde que nos conocemos. - Sonreí.
- No te crees, no era muy agradable. Está bien, corre adentro, sino cojes el frio, - dijo y me empujó hacia la puerta de servicio.
Para ser honesta, al entregar a mi hija a Alba, respiré más libremente y el tiempo restante del turno transcurrió más o menos tranquilamente. Pero por la mañana, cuando ya me había cambiado de ropa y estaba a punto de salir de la clínica, me llamaron a la gerente. Sentí el frío en el pecho. "Fernando Davos finalmente escribió una denuncia en mi contra". - Pasó por mi cabeza y ya me preguntaba qué castigo me darían por violar la disciplina.
Con la cabeza gacha, entré a la sala de recepción de la gerente. Su secretaria me señaló una silla y me ordenó esperar. Obedecí obedientemente, me desaté la bufanda, me quité el gorro y me desabroché la cazadora. De repente se abrió la puerta de la oficina y vi allí a la misma mujer que estaba sentada en la silla en la habitación de Fernando Davos.
-Señorita Jacob, por favor entre, - dijo la gerente desde el fondo del despacho.
Entré y me detuve en la puerta. No tenía ninguna duda de que se trataba del incidente nocturno ocurrido en la habitación.